Nuevamente los programas sociales están en el centro de la discusión. No creemos, sin embargo, que lo que se está discutiendo alrededor de ellos sea lo verdaderamente esencial. Desde luego, resulta importante saber si es que los programas sociales que tenemos están siendo eficientes, llegando a quienes deberían llegar y con lo que deberían llegar. Pero mucho más importante es saber si nos estamos concentrando en el tipo de programa correcto, como para poder estar seguros de que si nuestros programas lograsen alcanzar a todos los que deberían y con todo lo que deberían obtendrían el fin último para el que fueron creados (combatir la pobreza).

Nosotros, por lo pronto, dudamos de que este último sea el caso. Con pocas excepciones, el Estado está concentrándose en un tipo de programas sociales (los programas asistencialistas) que atacan básicamente las manifestaciones del problema de la pobreza (por ejemplo, los bajos ingresos o la mala nutrición), pero no sus causas. Las políticas redistributivas de ingresos o alimentos –para seguir con los mismos ejemplos– alivian momentáneamente la situación de los pobres, mas no los sacan de la pobreza. Quienes reciben estas ayudas son tan pobres al día siguiente de consumirlas como al día anterior de recibirlas. Y, ciertamente, siguen siempre dependiendo de continuar recibiéndolas para poder satisfacer sus necesidades básicas.

Por supuesto, con lo anterior no queremos decir que haya que prescindir de los programas puramente asistencialistas. Está claro que ahí donde se vive por debajo de la línea de pobreza estas ayudas pueden significar la diferencia entre cosas como la salud y la enfermedad (de por vida, en casos como la desnutrición crónica), o el poder tener una oportunidad en la vida y el salir a ella cargado de limitaciones permanentes (como, nuevamente, en el caso de la desnutrición crónica). Pero lo que sí queremos decir es que hay que cambiar el enfoque para poner al lado de los programas asistencialistas programas que ayuden a las personas a comenzar a producir. Y también para que los primeros sean concebidos solo como diseños eminentemente temporales y destinados a desembocar en los segundos.

El Gobierno, por ejemplo, podría ir reorientando paulatinamente a las familias campesinas que forman buena parte de las 700.000 beneficiarias del programa Juntos a Chacra Emprendedora, otro programa del Midis que ayuda a instalar reservorios familiares, riego por aspersión y otras tecnologías que les permiten a las personas obtener ingresos por sus propios medios y emanciparse de esa manera de la ayuda monetaria y alimenticia del Estado. De la misma manera, en la sierra Qali Warma podría ir siendo sustituido progresivamente por las “escuelas productoras” que ya ha desarrollado el programa Sierra Productiva y que no solo enseñan las antes mencionadas tecnologías a los alumnos y padres de familia, sino que producen alimentos que los alumnos podrían comenzar a consumir en lugar de los otorgados por Qali Warma.

Lo que no podemos hacer es seguir concentrándonos en un tipo de ayuda que, en el mejor de los casos, es miope y, en el peor, hipócrita: la que deja a sus beneficiarios permanentemente en las manos de quienes los ayudan –y, de paso, a la democracia en las de los políticos que mejor sepan explotar el clientelismo–. La única verdadera ayuda es la que apunta a dejar a quien la recibe libre de la necesidad de seguirla recibiendo. Es decir, la que busca empoderar e independizar, no la que fomenta la dependencia y a veces socava también el espíritu de superación personal. Esta última “ayuda” solo puede ayudar a quien la da –para, por ejemplo, captar votos–.

Incluso desde el punto de vista fiscal, por lo demás, hacen mucho más sentido los programas productivos que los asistencialistas. Al fin y al cabo, en ellos la inversión estatal se hace un número fijo de veces y de allí en adelante la familia genera sus propios ingresos, no teniendo que regresar el Estado todos los meses y años a entregar dinero o alimentos, en una rueda sin fin y muchas veces retroalimentada.

El presidente ha dicho que la política social es la niña de sus ojos. Pues bien, si se convenciese de lo antes dicho y se ocupase de que su gobierno lleve a los más pobres, más que donaciones, instrumentos para potenciar su independencia, su emprendimiento y su sentido de dignidad, acaso descubriría que esa niña puede ser todavía más bonita de lo que él imaginó. Después de todo, existen pocas visiones más hermosas que las de una liberación.