Hace algunos días aparecieron en YouTube los audios de una reunión sostenida el año pasado entre los entonces ministro de Justicia, procurador del Estado, presidente del Poder Judicial y jueza encargada del Caso Chavín de Huántar. Unas semanas antes se había hecho público el audio de una conversación donde el ministro de Defensa aseguraba que ya había obtenido “luz verde” de la esposa del presidente para realizar una serie de adquisiciones para su sector. Todo esto, aparentemente, ha llevado al Gobierno a proponer (a través de un proyecto de ley) que para acabar con las interceptaciones ilegales se eleven las penas para estos delitos.

No podemos negar que muchas veces los contenidos de las interceptaciones han sido de alto interés público y han servido para que los peruanos nos enteremos de una serie de temas importantes que de lo contrario escaparían a nuestro conocimiento (como casos de corrupción en el Estado). Sin embargo, también es indiscutible que nuestro país parece haberse convertido en uno donde el derecho a la privacidad de las comunicaciones es letra muerta. La interceptación ilícita, después de todo, parece estar disponible para quien pueda pagarla.

Por ello, es positivo que el Gobierno tome consciencia del problema y quiera hacer algo al respecto (aunque para ello haya tenido que llegar al vergonzoso extremo de mostrar que el Estado no tiene cómo proteger ni las conversaciones del ministro de Defensa). El problema, no obstante, es que, para efectos de desalentar cualquier delito, de poco sirve aumentar las penas si los delincuentes saben que de cualquier manera no serán atrapados. Resulta inútil que en el papel se amenace a los ‘chuponeadores’ con que irán, digamos, cien años presos, si en la práctica saben que nunca serán condenados.

La historia de las grabaciones ilegales de los últimos años, precisamente, muestra que la regla ha sido la incapacidad del Estado de encarcelar a quienes cometen este tipo de crímenes. Para muestra, algunos botones.

¿Se capturó a quienes grabaron las conversaciones del señor Castañeda Lossio o del promotor de la pasada campaña por la revocación de la alcaldesa de Lima? ¿O a los responsables de la aparente interceptación de las comunicaciones del gobierno regional de Piura en el 2011? ¿O a quien grabó ilegalmente a la entonces candidata Lourdes Flores Nano durante la campaña por la Alcaldía de Lima? ¿O a los responsables de intervenir el teléfono del editor central de Política de este Diario en el 2008? ¿O a las personas que colocaron un micrófono en la línea telefónica de la periodista Rosa María Palacios en el 2003? La lista, en fin, no cabe en esta página.

Ahora, se podría decir que el caso de las interceptaciones realizadas por la empresa Business Track sí es un ejemplo de que el Estado atrapó a quienes cometieron los delitos. Pero, en el mejor de los casos, sería un mal ejemplo. Después de todo, se encarceló a quienes realizaron las interceptaciones, pero nunca se determinó por encargo de quiénes se intervinieron las comunicaciones de personas como los señores Remigio Morales Bermúdez, Allan Wagner, Ántero Flores-Aráoz, Pedro Pablo Kuczynski o Javier Pérez de Cuéllar. O quiénes ordenaron la intervención de, según el informe fiscal, 300 otras personas, muchas de ellas no vinculadas a la política.

Claro, es cierto que perseguir a los autores de estos delitos es muy difícil por las características de los mismos. Más aún cuando tristemente parecen ya ser parte de la cultura política del país, como demostró, por ejemplo, la grabación realizada entre el 2005 y el 2006 al luego presidente del Congreso, Daniel Abugattás, en la que se lo oía decir: “Lo primero que hay que hacer es ‘chuponear’ a Rospigliosi, Gorriti, ‘Chichi’ Valenzuela y Baruch Ivcher”. Si así piensa quien llegó a encabezar el Legislativo, no sorprende que estemos como estamos.

Pero estas son solo razones que deberían llevar al Gobierno a convencerse de que no basta subir las penas, si además no crea una buena probabilidad de que los criminales sean capturados. A fin de cuentas, de nada sirve que se empuñe un garrote más grande si el delincuente sabe que igual no va a recibir el golpe.