Las impactantes fotos que publicamos el domingo sobre cómo la minería ilegal sigue destruyendo todo a su paso en Madre de Dios son prueba de que el gobierno sigue sumando fracasos en este tema. Y lo reconfirman los estudios que la Asociación para la Investigación y el Desarrollo Integral ha realizado: se estima que en el 2012 la minería ilegal destruyó 1.973 nuevas hectáreas de la zona de amortiguamiento de la reserva de Tambopata, 48% más que el año anterior. Y este año ya serían 872 las hectáreas devastadas.

Estos lamentables hechos no tendrían por qué llamar la atención si tenemos en cuenta que, para el gobierno, la lucha contra la minería informal no ha pasado en su mayor parte de declaraciones líricas. Una muestra de ello es la reducida cantidad de recursos que se destina actualmente a las operaciones policiales en esta zona. De los 500 policías que llegaron a ella el año pasado para combatir esta lacra ambiental hoy solo quedan 80. Y este número de agentes es claramente insuficiente si se tiene en cuenta que en el campamento minero más grande de los que se han asentado en la zona de amortiguamiento (y al que ni la policía ni la fiscalía pueden ingresar) trabajan 5.000 personas. De hecho, un informe de inteligencia señala que para ingresar a dicho lugar serían necesarios como mínimo 2.000 efectivos.

Por esta razón, las operaciones que se realizan no tienen ninguna capacidad real de terminar con las actividades de los ilegales. La reciente intervención policial de la que dio cuenta nuestro informe del domingo, por ejemplo, concluyó con la destrucción de solo 16 motores utilizados para las actividades extractivas. Un hecho que casi pasa desapercibido para los mineros, pues en toda la zona de amortiguamiento hay aproximadamente 1.500 motores y cualquier motor destruido puede ser reemplazado en un par de días sin mayor dificultad.

Otra muestra del poco compromiso del Estado con el combate a la minería ilegal es la falta de recursos para perseguir judicialmente a quienes cometen estos delitos. Desde hace dos años la fiscalía ambiental que opera en Puerto Maldonado cuenta solo con un fiscal especializado y un adjunto, a pesar de que la carga procesal de la misma supera los 2.500 casos.

Asimismo, las normas dictadas para regular insumos como el combustible parecen solo estar pintadas en el papel, pues cada año aumenta la cantidad de diésel que se vende en Madre de Dios, 85% del cual se destina a la minería. De hecho, solo en el 2012 se vendieron 60 mil galones más que durante el 2011.

Por supuesto, la falta de decisión del Estado para hacerle frente a estos delitos no es novedad. Hace poco más de un año el presidente y sus ministros anunciaban entre bombos y platillos su decidida intención de encabezar una guerra sin tregua contra la minería ilegal. ¿Qué sucedió en ese entonces? Bastó un paro bien organizado para que el gobierno recule y firme una tregua de dos años. Durante este período, los ilegales no serían incomodados por la ley o la fuerza pública y –con su buena voluntad mediante– deberían convertirse en legales empresarios. Teniendo en cuenta que estamos hablando de individuos que con su actividad destruyen el medio ambiente, envenenan poblaciones enteras y no pagan tributos, esa medida (además de irresponsablemente ingenua, siendo generosos) tenía tanto sentido como permitirle a un secuestrador que siga secuestrando gente por dos años mientras se reforma.

En esa ocasión, además, intimidado por las protestas de los mineros ilegales, el gobierno tuvo otra genial idea. Como si no hubiese sido suficiente tolerarlos por dos años, decidió encima asegurarles el negocio. Resucitó la empresa estatal Activos Mineros para que ella compre el mineral a los individuos que –supuestamente– deseen formalizarse. A nadie le debería extrañar que las actividades de los ilegales hayan aumentado.

La minería ilegal es una de las principales enfermedades que el Perú padece. Y todas las declaraciones que el Estado haga en su contra de nada sirven si es que no existe voluntad política de disponer de los recursos necesarios para que la ley se cumpla. Una voluntad que, lamentablemente, parece no existir en el gobierno.