La manera como la nueva regulación aplicable a la pesca de la anchoveta (Decreto Supremo 005-2012-Produce y otras normas complementarias) ha “resuelto” el problema de una eventual depredación del recurso es una de esas soluciones que funcionan bien en el papel pero que no parecen tener muchas chances de éxito en la realidad.

Muy a grandes rasgos, antes de esta nueva regulación el sistema funcionaba así: se permitía la pesca libre de anchoveta solamente entre las millas 0 y 5, siempre que fuese hecha exclusivamente por embarcaciones artesanales o de menor escala y que estuviese destinada al consumo humano directo (CHD). A partir de allí (desde la milla 5 a la 200), se utilizaba un sistema de cuotas individuales en el que nadie podía pescar más allá de lo que indicaba su cuota. Luego de la nueva regulación, la pesca industrial está permitida solo más allá de la milla 10 y se ha ampliado la zona de pesca libre –con las mismas condiciones– hasta dicha milla 10.

Hasta ahí, la solución suena excelente. Primero, para los fines de la conservación, porque supone duplicar (de las 5 a las 10 primeras millas) la zona de nuestro mar donde únicamente se podrá pescar anchoveta para el más pequeño de sus usos: el del CHD (para darnos una idea del tamaño de este mercado, baste con decir que en el 2011 solo de destinó al CHD un 1,6% del total de anchoveta desembarcada). Y segundo, para los fines de la llamada “justicia redistributiva”, en tanto que supone duplicar el área en que las embarcaciones pequeñas –y solo ellas– tendrán derecho a la pesca libre.

El problema, sin embargo, comienza cuando uno se pregunta cómo hará el Estado para fiscalizar que estas embarcaciones artesanales y de pequeña escala usen su derecho a cuota libre para CHD y no para fines industriales. Un problema difícil de subestimar cuando uno toma en cuenta, por un lado, que los usos industriales son mucho más rentables que los del CHD y que, no por coincidencia, ya a la fecha el 77% de lo que se pesca cada año para CHD (supuestamente) acaba siendo dirigido a la exportación de conservas y, en su gran mayoría, exportado (según cálculos que muestra la investigadora de la Universidad del Pacífico Elsa Galarza). Y, por el otro lado, que solo nuestras embarcaciones artesanales son alrededor de 16.000 (para todo tipo de pesca), que el litoral peruano tiene 3.080 kilómetros y que, a diferencia de las grandes flotas industriales, las embarcaciones pequeñas tienen una infinidad de puntos dentro de estas millas en los cuales les es posible desembarcar.

Todo lo anterior, para no mencionar que, cuando el sistema no es de cuotas individuales sino de pesca libre para un fin dado, el Gobierno no tiene que supervisar solo los puntos de desembarque, sino que también tiene que seguir a la pesca que baja por ellos hasta su punto de destino. Esta es la única forma de asegurarse, por ejemplo, de que el transporte que dicen partir para el mercado no se desvíe en el camino, digamos, a alguna planta industrial.

Así las cosas, lo que en realidad ha hecho el Estado con su nueva normativa es duplicar el espacio de nuestro mar en el que pueden pescar aquellos a quienes le es más difícil fiscalizar, poniéndoles además, como elemento de fiscalización, el que es más difícil hacer cumplir (el filtro del destino final de la pesca).

Al menos desde el punto de vista de la preservación del recurso natural, resulta muy difícil comprender qué puede haber causado un diseño normativo así. Si la idea fue que los pesqueros pequeños, a diferencia de los grandes, tienen más interés en pescar para el CHD, eso sería un prejuicio, como lo demuestra el porcentaje anteriormente citado de la profesora Galarza: el interés de los pequeños, igual que el de los grandes, es maximizar su utilidad y eso se lo ofrecen los usos industriales que dejan un mayor margen. Si, por otra parte, fue la asunción de que los pequeños, en tanto que tales, no pueden hacer un daño grande, se trató de una torpeza de matemáticas básicas: todo depende de cuántos sean estos.