La Ley de Consulta Previa (LCP) fue aprobada por el Congreso en agosto del 2011. A la fecha, todavía no se publica la lista de comunidades indígenas y originarias que pueden acogerse a la misma (como se sabe, no todas las comunidades cumplen estos dos requisitos). Con esta larga negligencia, el Estado está haciendo aun más grande la estela de incertidumbre y de expectativas mal fundadas que creó con la aprobación de la referida ley.

En efecto, la LCP vino al mundo con una falla de fábrica (siendo la “fábrica”, en este caso, un convenio de la OIT). Así, la ley da el derecho a las comunidades indígenas y originarias a ser consultadas antes de la realización de cualquier proyecto privado o estatal que pudiese afectar su “identidad cultural, calidad de vida o desarrollo”, pero otorgando al mismo tiempo al Estado la potestad de decidir discrecionalmente si se continúa o no con el proyecto aun cuando haya habido un “no” como resultado de esta consulta. En otras palabras, da un “derecho” que, propiamente hablando, no es tal, pues su ejercicio no tiene efectos vinculantes para nadie, pero que al ser llamado “derecho”, sí crea una justificada sensación de empoderamiento en quien lo recibe. A nuestro entender, esta es la fórmula de una guerra avisada (y, a juzgar por lo que pasó en Bagua, de la que sí mata gente). Nada asegura mejor que no habrá paz que la falta de claridad sobre hasta dónde alcanza el derecho de cada quien.

Así las cosas, no publicar la lista en cuestión es algo así como permitir a la bruma entrar en una habitación que ya estaba llena de humo. Gracias a esta continuada omisión, el problema no es solo que ni las comunidades originarias ni los inversionistas puedan tener claro cuando el “no” de las primeras podrá detener un proyecto (todo dependerá del valor que el Gobierno de turno decida otorgar a esa negativa), sino también que no hay manera de saber quiénes tienen el derecho a dar ese “no” en primer lugar.

No es el caso, por lo demás, que aun antes del humo y la bruma hubiese alguna claridad en esta habitación. Como se sabe, es extremadamente común que los padrones de las comunidades no estén actualizados y, por ende, que no se sepa nunca con seguridad quiénes son los comuneros calificados para formar la voluntad de una comunidad en su asamblea y dar un “sí” o “no” válido a cualquier cosa. En la práctica, entonces, tenemos que las decisiones de las comunidades –y los acuerdos con ellas– siempre acaban sujetos a la posibilidad de ser objetados bajo el argumento de que no asistieron o votaron en la asamblea el suficiente número de personas dado el “verdadero” número de miembros de una comunidad.

Es cierto que este último problema no se aplica solo a la consulta previa, sino a cualquier decisión que tome una comunidad (como otorgar, por ejemplo, el derecho a usar su superficie para hacer una exploración), pero es igualmente cierto que se aplica también a ella. Con lo que acabamos teniendo respecto de la consulta previa la siguiente situación: nadie sabe bien hasta dónde llega el “derecho” (cuándo acabará siendo vinculante y cuándo no), nadie sabe bien qué comunidades lo tienen, y lo único que sí se sabe bien es que, aun cuando se conociese cuáles son estas últimas, no habría manera de saber con seguridad quiénes son las personas que la forman.

En suma, la consulta previa, que estaba planeada para que haya mayor paz social, ha acabado siendo, al menos hasta el momento, una habitación oscura en la que a todos los que están adentro –comunidades e inversionistas– les será muy fácil tropezarse sin poder saber siquiera con quién. Considerando que fue el Estado quien metió a todo el mundo en ese cuarto en primer lugar, imaginamos que no ha de ser mucho pedir que le ponga un poco de luz.