La capa de maquillaje que el Gobierno ha intentado poner al tema del servicio militar obligatorio en el decreto que acaba de publicar es de baja calidad y, de hecho, deja ver en el rostro del asunto las mismas viejas verrugas que siempre tuvo.

Aparentemente, la idea es que si se suben las ventajas que se otorgan a los reclutas del servicio por desempeñarse en él, ellos serán menos la especie de mano de obra forzada que hoy son. Esto, a pesar del hecho de que el decreto ha reglamentado la obligación de cumplir el servicio para quienes, saliendo elegidos en el sorteo correspondiente, no quieran cumplir con él y no puedan pagar la multa que manda la ley.

Incluso se ha discutido con bastante amplitud si las ventajas otorgadas son o no “suficientes”. Ciertamente, son numerosas: van desde preparaciones en diversas carreras técnicas hasta una línea de crédito especial en el Banco de la Nación. Pero no habrá forma de saber si son “suficientes” mientras que para muchos ciudadanos supongan una oferta que les puede ser impuesta por las malas, en caso de que no la quieran tomar por las buenas. Y por las malas, aun a costa de sacrificios mayores, como el que puede suponer para jóvenes de bajos recursos –muchos de los cuales tienen obligaciones familiares– el deber conformarse con ganar S/.365 mensuales (como máximo) durante dos años, pese a poder tener otras opciones en un mercado que cada vez demanda más fuerza laboral.

La verdad, desde luego, es que las contraprestaciones que pueda ofrecer el Estado a los reclutas del servicio militar obligatorio serán solo “suficientes” cuando se den abasto para que todas sus vacantes sean llenadas por auténticos voluntarios que consideren que las Fuerzas Armadas les ofrecen más por su tiempo y trabajo que sus otras opciones. En otras palabras, cuando el “servicio militar” deje lo de “obligatorio”. Mientras que eso no suceda, el Gobierno solo puede hablar de pagos “suficientes” de la misma manera en que en su momento podrían haberlo hecho, digamos, los faraones: a la medida de una real sabiduría personal que los súbditos del Estado no tienen más remedio que acatar.

Lo hemos dicho varias veces ya: el servicio militar obligatorio es una institución totalitaria que solo tiene sentido ahí donde el Estado es el dueño de los individuos, y no al revés. Que se pueda prescindir de la opinión de alguien para colocarlo bajo un régimen de trabajo determinado –que adicionalmente supone someterlo, las 24 horas, a las normas de vida que le impongan sus “superiores”– es una forma de explotación, por mucho que sea hecha por el Estado y en el nombre del bien común. Por definición, no pueden existir siervos –aunque sean solo temporales– de este tipo de bien: su existencia haría que el mismo deje de ser verdaderamente “común”.

Por lo demás, se supone que todos los servicios que brinda el Estado son para el bien común y no por eso existe un servicio obligatorio de obreros de construcción para las carreteras o de funcionarios para los ministerios. Y el que un servicio público esté relacionado con la seguridad no tendría por qué hacer ninguna diferencia. ¿O estaremos instalando pronto el servicio policial obligatorio? Ciertamente, contra lo que ha dicho el ministro de Defensa, las Fuerzas Armadas no pueden tener ningún tipo de “requerimiento técnico” para un servicio militar obligatorio. Puede haber un requerimiento técnico para cierto número de reclutas, pero no para que el trabajo de estos sea fruto de una expropiación que, encima, es indemnizada únicamente con un injustiprecio.

Finalmente, no hay que dejar de resaltar que acabar con el servicio militar obligatorio supondría acabar con todos los abusos adicionales a los que da cabida. Abusos como las “tiendas de raya”. Una institución eminentemente explotadora que se creía abolida en el Perú desde que desaparecieron las haciendas que la empleaban, pero que ha sobrevivido con buena salud según reveló ayer un informe de este Diario que daba cuenta de cómo al menos 17 de nuestras bases militares poseen sendos bazares de propiedad de sus jefes militares, en los que los reclutas están obligados a comprar su ropa, comida y útiles de aseo. Al fin y al cabo, a estos jefes militares debe parecerles simplemente natural tratar como personas sin derechos a aquellos a quienes el Estado ha colocado bajo su mando por la fuerza en primer lugar.