"Ave sin nido", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"Ave sin nido", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

Recorremos el barrio en busca de una guardería para Julieta. Tiene solo cinco meses pero en setiembre habrá cumplido un año, edad más que adecuada para incorporarse a la escuela infantil. Al cabo de unas horas, tras haber visitado tres locales, nos sentamos en un restaurante a deliberar. Nos gustó mucho The Artist, sobre todo por la convicción con que la recepcionista dijo que la música “es uno de los pilares de la vida del niño”. El tono de su voz era tan agudo, tan melódica su forma de articular las palabras, que no se sabía si hablaba o cantaba. Y cuando pasamos a conocer los interiores, las cuidadoras que allí trabajaban parecían mirar la vida con idéntico optimismo artístico: sonreían de oreja a oreja, iban y venían en puntas de pie, daban la sensación de haber escapado de una coreografía de Mary Poppins; si les alcanzaban una sombrilla, no habría sido nada raro que levitaran. Los niños a su cargo estaban felices decorando macetas en la biohuerta; en sus expresiones se notaba el escaso interés que tenían por que sus padres los recogieran.  

También encontramos amigable el ambiente en Teo, una escuela sólida, bilingüe, con veinte años de experiencia, donde los alumnos llevan mandil, disfrutan de unas instalaciones impecables y siguen estrictos horarios para la siesta, la comida, la higiene y la natación. “Ofrecemos un abanico de experiencias estimulantes para los pequeños”, nos dijo la directora, una mujer encantadora, a quien los niños perseguían y rodeaban con mayor ahínco que los mocosos de Carrusel a la maestra Jimena.  

El Sitio de tu Recreo es otra magnífica guardería. Además de tener el buen gusto de parafrasear en su nombre una hermosa canción de Antonio Vega, y de practicar una metodología inspirada en el pensamiento pedagógico de intelectuales como Rudolf Stener, Jean Piaget o Rebeca Wild, orientan a los niños en la defensa de la ecología y el consumo de comida orgánica. Su propio fundador nos abrió la puerta y diez minutos le bastaron para ilustrarnos acerca de la “crianza consciente” y la “protección coherente”.  

Durante el regreso a casa fue inevitable contrastar modelos tan profesionales con mis penosas experiencias en el kínder, que antes denominábamos nido. No recuerdo el nombre del mío, pero sí que funcionaba al interior de una casa privada de la calle Reducto y que la directora y única profesora –una señora cincuentona, pelirroja, que nos recibía todas las mañanas en pijama, con un cigarro en la boca y un café en la mano– para evitar que mojásemos el wáter de su baño nos obligaba a hacer nuestras necesidades en el jardín, al lado de sus perros, dos chuscos que no lo dejaban a uno precisamente en paz al momento de aliviar la vejiga, ni qué decir cuando se trataba de urgencias más complejas. Solo después de la protesta de algunos padres de familia, la mujer tuvo un gesto compasivo: aisló a las mascotas y nos facilitó un balde comunal. Pero lo verdaderamente traumático ocurrió el día que organizó la banda rítmica para una presentación en el parque de Miraflores. Al momento de repartir los instrumentos, guiándose solo por sus prejuicios y preferencias, pues no convocó audiciones de ningún tipo, la señora confió los instrumentos principales –tambores, trombones, bombos y platillos– a los niños más espigados y desenvueltos, dejando los secundarios –maderitas, maracas y panderetas– a los tímidos y bajitos. Pero ni siquiera en esa segunda categoría tuvo a bien considerarme. Al llegar mi turno, la mujer, siempre en pijama, disparando volutas de humo, colocó entre mis manos un triángulo de acero y una baqueta de metal; acto seguido me mandó a una esquina indicándome cómo debía ejecutar el instrumento. Cuando intenté arrancarle unas vibraciones –tilín, tilín–, hasta los perros se rieron desde la azotea. De más está contar lo desapercibido que pasé el día del evento.  

En resumen, no estoy buscando solamente una guardería para Julieta, estoy buscando el lugar idóneo para que mi hija desarrolle sus talentos, se convierta en estrella musical y se cobre una revancha anacrónica que alivie el espíritu de aquel niño del triángulo.

Esta columna fue publicada el 17 de febrero del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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