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Carnaval de Cajamarca
Álvaro Rocha

Nadie pensaba, en 1930, cuando nació el carnaval de Cajamarca, que este se convertiría en el más multitudinario y colorido del Perú. Fue una suerte de justicia poética el hecho de que un lugar históricamente trágico para el mundo andino, por la muerte de Atahualpa, deviniera en un escenario de algarabía y gozo sin freno. 

Sin embargo, esta festividad costumbrista tiene también otros alcances, pues a través de la burla y el sarcasmo se cuestiona el orden social. Esto es visible en las máscaras que satirizan a notables y en el entierro de Ño Carnavalón, donde se lee un pícaro testamento dirigido a las autoridades en medio de las risas del público. 

Los días previos, Ño Carnavalón canta y bebe hasta el éxtasis porque avizora su muerte. Este singular muñeco de descomunal testa, danzarín y enamorador es el deleite de la gente, la estrella. Pero no exclusiva, pues también destacan los elegantes Clones, que encabezan comparsas y patrullas, y mantienen el orden a punta de latigazos. Aunque nadie se salva del talco y los globazos, ni reinas, policías o curas. 

Las coplas y contrapuntos, recientemente declarados como patrimonio cultural de la nación, serán nuevamente el nervio de la fiesta. La esgrima verbal es deliciosa; por ejemplo, el hombre dice: quisiera ser caramelo/vaya ocurrencia tan loca/para pegarme en tus labios/y deshacerme en tu boca. Y la mujer le responde: mi vecino es muy alegre/mucho le gusta cantar/le dicen el caramelo/solo sirve para chupar. 

Los carnavales no son un tema solo del verano: durante todo el año los barrios tradicionales (San Pedro, San Sebastián, Cumbemayo y La Merced, entre otros) preparan elaboradas coreografías y diseñan vistosos trajes, para mostrar el orgullo de pertenecer a esta tierra.

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