"¿Por qué no te callas?", por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
"¿Por qué no te callas?", por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
Lorena Salmón

Erling Kagge es un explorador, escritor y editor noruego que ha publicado un maravilloso y noble libro El silencio en la era del ruido. El placer de evadirse del mundo (Penguin Random House) acerca del silencio (si no es el libro más hermoso que leí). 

Para el autor, el silencio es un refugio al que accede cada vez que no puede aislarse de la bulliciosa e hiperestimulante realidad. Pero no es un refugio cualquiera: es el contenedor de los secretos del mundo. O al menos del mundo propio.

De acuerdo con Kagge, el silencio habla, comunica; y no necesariamente tenemos que internarnos en expediciones por la Antártida –para él, y más vale creerle, es el lugar más silencioso del mundo– para escucharlo. 

Eso sí, aprender a oír lo que el silencio tiene que decir toma tiempo. 

A John Francis, un medioambientalista nacido en Filadelfia que un buen día decidió no hablar, le tomó 17 años.  

Este activista del medio ambiente se cansó de discutir acerca de todo y tomó la decisión de quedarse callado un día: solo uno. Era el mismísimo día de su cumpleaños, en 1973. ¿La intención? Ponerle pausa a la bulla.  

La experiencia fue tan vital que decidió continuar un día más: solo en esas 24 horas de no dirigirle la palabra a nadie, había descubierto que nunca había escuchado a nadie de verdad.  

Se sintió tan a gusto que quiso voluntariamente continuar con su disparatada idea hasta que cumplió 17 años sin hablar.  

Qué aburrido, dirían mis hijos.  

Qué valiente, digo yo (no he podido quedarme callada ni una mañana). 

Y sí. El silencio puede ser aburrido.  

Más que aburrido: incómodo, aislado, solitario, temible. 

Uy, yo le he tenido pavor: 

Al silencio de los domingos en la noche, mientras todos en casa dormían y yo moría de ansiedad.  

Al silencio que viene después del primer ‘te quiero’ no correspondido.  

A muy pocos les gusta el silencio: tratamos de llenarlo con música, con pensamientos, con videos en línea, con lo que sea: podcast, playlist, memes. Llenamos nuestra vida de bulla, distracción y estímulos para no habitar la pausa. Esa pausa que nos permite sentirnos y reconocernos. 

Esa misma pausa que podemos tener al meditar, regar, tejer, cocinar o pintar.  

Recuerdo que hace tiempo una amiga budista, a la que admiro, me contó que tuvo un mes de retiro de silencio en un templo español. Como bromeando, me comentó que llegó a oír hasta a las paredes. Le creo.  

Creo que el silencio nos permite escucharnos de una manera que antes no hemos experimentado. No solo eso: cuando estamos en silencio podemos prestar atención a cada señal de nuestro cuerpo, a las emociones que se despiertan. Cuando estamos en silencio la cabeza grita, la bulla de los pensamientos se incrementa, pero si sabemos usar esta poderosa herramienta y escuchamos un rato, sin juicios ni críticas, y mantenemos la calma y la atención, siendo conscientes de la respiración… la bulla pronto se disipa y la capacidad innata que tenemos de maravillarnos cobra vida.  

El solo hecho de respirar es una maravilla. 

 La ciencia dice que únicamente necesitamos de siete minutos de silencio diarios para bajar nuestra carga de estrés –cada uno sabe el peso de la suya–, ya que estar en silencio disminuye la hormona cortisol –que nos pone en estado de alerta–, baja la presión sanguínea, nos relaja y nos hace sentir más felices.  

Yo digo que vayamos con calma.  

Probemos con nosotros mismos. 

Shhhhh. 

Esta columna fue publicada el 02 de junio del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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