Lorena Salmón y un consejo: escápate con amigas si estás triste.
Lorena Salmón y un consejo: escápate con amigas si estás triste.
Lorena Salmón

Estudié en el colegio Villa Caritas desde el año 1987 hasta el 1998. Éramos 28 en mi promoción, una sola clase, por eso no existió jamás esa dinámica de ‘no me tocó este año con mi amiga en el salón’. Todas juntas, siempre.

Siempre fui igual, de pocas amigas, y como toda escolar, tenía mi grupito, un grupito no muy exclusivo porque sus escasos miembros, a medida que pasaba el tiempo y llegaba la madurez, iban también vinculándose positivamente con otros miembros de otros subgrupos.
Yo no. Yo andaba de a tres. Máximo cuatro y ya está. No obstante, podía convivir con todas felizmente.

Este año cumplimos 20 de haber salido del colegio. 20 años de habernos graduado, aunque mis conectores neuronales todavía no procesan la información como cierta. Mi alma y mi cabeza todavía pertenecen a esa niña de etapa escolar.
Para organizar un viaje de aniversario, cosa que jamás habíamos hecho antes, solo necesitamos de un grupo de chat y convocar a las organizadoras innatas para que se encargaran de darle vida a la idea sui generis de irnos todas de vacaciones unos días.

Después de millones de mensajes en WhatsApp y votaciones de por medio, quedamos solo nueve de pie con un destino fijo: la soleada provincia de Huarochirí, pasando Chosica.

Alquilamos entre todas una casa maravillosa y, cargada hasta el infinito de bebidas espirituosas, la pequeña caravana se enrumbó buscando el sol y un descanso perfecto a nuestras rutinas de madres (y no madres), todas trabajadoras.

El lugar era, literalmente, de cuentos y entre broma y broma nos sentíamos todas esposas de narcos mexicanos. Tuvimos la suerte de encontrar una casa lo suficientemente hermosa como para dejarnos a todas con la boca abierta. Tenía lo inimaginable para nuestro entretenimiento (sapito, fulbito, ping pong, caballos, saltarín, nombre usted la distracción), pero nada de eso fue necesario.

Desde que llegamos el viernes, a mediodía, hasta la noche solo hablamos cambiando de espacio: comenzamos en la terraza y nos fuimos rotando de lugar como girasoles de acuerdo con las condiciones del clima.

Hablamos como si no hubiese mañana. Hablamos en dos días y medio los 20 años enteros.

Pero no solo hablamos: volvimos todas a esa época maravillosa donde nuestra única preocupación era que nos alcancen los días para seguir riendo.

Si hay algo que nos une, además de la locura individual de cada una, es nuestra capacidad de reírnos de la vida.

Y créanme, reí y reí hasta el llanto, el dolor abdominal y las ganas de hacer pila.

Nadie en el mundo puede hacerme reír como me hacen reír mis amigas del colegio. Nadie. Hay una condición especial en todas nosotras para activarnos en conjunto la función de reírnos como si el mundo se fuera a acabar.

Qué rico. Más que rico, delicioso y sanador.

Delicioso también, entre tanta risa, poder tener la conciencia de observar cómo cada una de nosotras ha ido creciendo.

Tengo una amiga que hace panes con sus propias manos y puede crear su propio alimento. Ella nos regaló un poco de su talento y nutrió con su puro amor. Tengo otra amiga que puede hacer pizzas desde la salsa hasta la masa y yo no salía de mi asombro (porque mi especialidad –también la de Vane– son los huevos revueltos). Me encantaría poder dedicar un par de líneas a los talentos ocultos y recién descubiertos de mis amigas, pero en conjunto creo que su mejor talento es saber aceptarme, quererme y hacerme compañía durante todos estos años, de forma incondicional.

¿Más amor que eso? Imposible.
¿Más felicidad? Nah.

P.D.: Si este relato los motivó a hacer lo mismo, recuerden grabar un playlist de las canciones de su época. Tener un soundtrack con las calientitas de los 90 fue un catalizador de recuerdos y motivo de karaokes improvisados, y siempre catárticos. //

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