Lo que se estanca se va apagando lentamente, por Lorena Salmón.
Lo que se estanca se va apagando lentamente, por Lorena Salmón.
Lorena Salmón

Acepté con seis meses de anticipación y sin haber corrido antes.

Me iban a poner un entrenador para poder hacer un plan con él. Me darían los implementos necesarios y yo solo tendría que contar mi experiencia. La carrera en sí era complicada porque el lugar era complejo: calles cuesta arriba, cuesta abajo.

Viajé junto con una periodista –con la misma misión que yo–, una atleta nacional, una representante de la marca, un miembro de Perú Runners y mi esposo. La fecha de la carrera coincidía con el fin de semana en que celebraba mi aniversario de matrimonio.

Toda la ciudad de San Francisco vivía esta carrera, edición especial y única para mujeres: la plaza central de la ciudad se había convertido en el lugar de entrega de kits y en una feria deportiva.

Un día antes tuvimos un trote previo desde el hotel –uno de los más geniales del lugar– hasta un depósito donde hicimos clases maestras de ejercicio funcional y yoga y tomamos un brunch saludable. Luego a descansar.

Había influencers de todo el mundo antes de que esa palabra siquiera se usara. Recuerdo que estaba la guapísima y famosísima española Gala Gónzalez y yo como groupie le pedí foto: “Por favor, soy de Lima, Perú”.

Pocas veces he estado tan nerviosa como el día de la carrera. Moriré, pensé. Lo que había corrido preparatoriamente en Lima había sido máximo 14 kilómetros: ¿cómo haría con los 7 restantes?

Hacía frío a las cinco de la mañana, la ciudad olía a marihuana, no me sentía mentalmente preparada para el reto y me preguntaba qué haría con la ropa con la que estaba abrigada, ¿me iría despojando de ella y la dejaría tirada?

Tenía miedo, pero también la consigna de que mi única labor era pasarla bien mientras sucedía y que si te cansas, Lorena, caminas. Cosa que claramente hice. Desde que faltaban todavía diez kilómetros, es decir, casi la mitad, yo ya no podía más.

El resto reía, conversaba, la pasaba genial. Yo me sostenía con una mano el bazo, que sentía que iba a explotar, y con la otra me tapaba la boca para no vomitar.

¿En resumen? Fue durísimo.

La carrera me costó: respirar, mantener el ritmo, aguantar sin colapsar en la mente, me perdí de mi grupo, tuve que ir al baño, además; de hecho, algunos metros antes de que terminara y cuando ya podía ver la salida, solo quería que el Señor me recogiera en helicóptero o en camilla y desvanecerme ahí mismo.

Cruzar la meta, que representaba para mí un reto imposible, fue una satisfacción embriagadora.

Cuando llegué a mi cuarto de hotel después de correr, le dije a Javi: “Tómame una foto para inmortalizar este momento”.

No era solo ego –ese ‘voy a contarle al mundo lo que hice’–; era más bien: caracho, muchacha, quién lo diría. ¿Ya ves que sí podías? Que siempre que quieras, podrás.

Esa sensación incomparable de poder darte cuenta de lo que puedes conseguir cuando tu cabeza te dijo tantas veces no, es maravillosa (pero no volví a correr: una dolencia lumbar me prohíbe deportes de alto impacto).

Me imagino que es eso –además de los beneficios per se del deporte– lo que hace que a tanta gente le encante correr. No sé si se dieron cuenta, pero prácticamente todo Lima corrió el domingo pasado en la última maratón.

Sea cual sea la razón, la energía debe ponerse en movimiento: lo que se estanca se va apagando lentamente. //

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