En días de feria, este es el mensaje: nada nos cambia tanto como un libro. (Foto: GEC)
En días de feria, este es el mensaje: nada nos cambia tanto como un libro. (Foto: GEC)
Renato Cisneros

Con los años, toda biblioteca acaba siendo una proyección de la personalidad de su dueño. Dime qué lees y te diré quién eres. O dime quién eres y te diré qué lees. La frase es polivalente, elástica, reversible.

No sé ustedes, pero cuando veo anaqueles colmados de libros pienso en bocas dentadas. No es una asociación gratuita. Así como la dentadura nos informa a la vez de la salud y el temperamento de un individuo, una biblioteca da pistas acerca de la personalidad del sujeto que tenemos enfrente. Incluso puede afirmarse, al penetrar en una casa, que el carácter de nuestro anfitrión va revelándose ya no solo en los títulos que posee, sino también en la forma en que estos han sido dispuestos: si están colocados al azar o por orden alfabético; si están contenidos en gavetas o regados por el suelo; si están bien mantenidos o maltrechos. Esos detalles ayudan a saber cuán neurótico, cuán laborioso, cuán descaminado es el sujeto que nos abrió sus puertas.

Todo eso ocurre, claro, con las bibliotecas adultas, pero qué sucede con la primera biblioteca, la infantil, la inicial, la fundadora, esa que se nutre de libros la mayoría de veces obsequiados, libros que alguien asoció con algún rasgo nuestro y enseguida compró creyendo que nos gustaría o nos hacía falta. Si toda biblioteca adulta funciona como autorretrato, toda biblioteca inicial funciona como un espejo hecho por las miradas de los demás.

Hace poco encontré una fotografía donde aparecía en mi dormitorio a los 13 años. Ahí estaba el piso cubierto con esa alfombra crema llena de ácaros que provocaba mis ataques de asma; la cama alta con sábanas de Snoopy; el minicomponente Panasonic, doble casetera, sobre el velador; los afiches de futbolistas de todas partes y épocas, pegados con engrudo (desde ‘Chochera’ Castillo hasta Augenthaler, desde Roberto Martínez hasta Platiní); y a la izquierda, cerca de la ventana, el mueble de madera, doble repisa, que mi padre encargó construir al maestro Olivos, el carpintero de la familia. Ese mueble albergó mi primera biblioteca.

Mandé digitalizar la foto solo para poder ampliarla y verificar qué libros llenaban esas estanterías y tratar de recordar cómo habían ido a parar a mis manos. Ahí estaban Cartas de mi molino, relatos de Alfonso Daudet con tapa dura, regalo de cumpleaños de mi tío Luis Jaime; una edición despellejada de Las mil y unas noches, herencia de mi tío Daniel; una versión ilustrada de Robinson Crusoe, regalo navideño de la tía Pitina; Todo es amor, poemas de mi abuelo, préstamo jamás devuelto de mi tío Gonzalo; una biografía de ‘Lolo’ Fernández de Lorenzo Villanueva, regalo de mis papás; Mi libro de historias bíblicas, que una señora Testigo de Jehová me entregó quizá para evangelizarme, y cuyas imágenes dramáticas no me cansaba de observar: en una de ellas Jesús aparecía clavado en un madero, pero no en una cruz.

Había también otra clase de libros que no recuerdo cómo me agencié: Yo visité Ganímedes, de Josip Ibrahim; El señor de las moscas, de William Golding; y Kramer versus Kramer, la novela de Avery Corman que años después inspiró la película donde Dustin Hoffman y Meryl Streep interpretan a una pareja de esposos que no dejan de dañarse mutuamente. Quizá robé Kramer versus Kramer del armario de mi madre porque un día ella me ordenó que no lo leyera y ya se sabe que las prohibiciones son el mejor incentivo para la curiosidad.

Sería falso decir que todos esos libros me influenciaron o marcaron, pero sin duda la existencia de esa biblioteca fue decisiva. En los años siguientes no dejé de alimentarla, de nutrirla, de tratarla como una especie de presencia animada, vital y protectora.

Ayer empezó la Feria del Libro de Lima –la mayor celebración editorial de nuestro país– y me hace ilusión pensar cuántos niños, desde este fin de semana, empezarán a construir sus bibliotecas, o lo que es lo mismo, a transformar sus vidas. //

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