Meditar para sobrevivir, por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
Meditar para sobrevivir, por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
Lorena Salmón

Tailandia. 23 de junio. Doce niños de un equipo de fútbol, entre los 11 y 17 años, y su coach, un ex monje budista de 25 años de nombre Ekaphol Chantawong, se pierden en una excursión dentro de un sistema de cuevas en Tham Lang. 

Durante dos semanas, exactamente 17 días, permanecieron encerrados junto a su entrenador. Nueve de ellos, sin comunicación alguna con el mundo exterior.

He intentado hacer el ejercicio imaginario de proyectarme en una situación tan radical como esta: una situación que exige que pongas en práctica todos los recursos que has aprendido, que puedas llevar la crisis sin hundirte en la desesperanza y, lo más importante de todo, mantener la calma. 

No logro ni siquiera visualizarme atrapada en un ascensor sin perder el control.  

Al parecer este grupo de futbolistas sí lo logró: lo dijeron textualmente en las cartas que enviaron a sus padres mientras seguían atrapados. Estamos bien. Solo tenemos hambre y frío.

Muchos de los padres de los niños atrapados atribuyen el equilibrado estado mental de sus hijos a su guía: Chantawong.  

Este asistente del entrenador del equipo de fútbol prescindió de sus raciones de comida para repartirlas entre los niños y tuvo la templanza y la resiliencia necesarias para guiarlos hacia un estado de tranquilidad. 

Les aconsejó no moverse mucho, descansar para guardar energía y meditar. Él mismo es un practicante de esta disciplina y según su familia podía permanecer en un estado meditativo una hora diaria.  

Les enseñó a meditar.  

Precisamente cuando veía hoy mismo una fotografía de tres de los chicos dentro de la cueva meditando, no sentí desesperanza, sentí paz.  

Cuando uno medita, enfoca la mente en la respiración para que esta no se deje llevar por los pensamientos.  

Interesante: la mayoría de occidentales creemos que la meditación es el arte de poner la mente en blanco. La mayoría nos equivocamos y nos frustramos al primer intento y lo abandonamos en la primera desilusión. 

Cuando prestamos atención a la respiración (no importa que los pensamientos nos asalten y vengan a hacernos bulla), le damos a la mente una pausa. 

Cuando respiramos y nos enfocamos en el flujo natural de inhalación y exhalación, nuestro sistema nervioso –la mayor parte del tiempo en estado de alerta– se relaja.  

Me imagino que estar atrapado en una cueva con un complicadísimo rescate por delante debe ser, en la escala de pesadillas, una de las más terroríficas.  

Para combatir el miedo y la ansiedad de lo que pasará, a meditar.  

Pensaba en la absoluta importancia de enseñarles a los niños, a nuestros hijos, herramientas para poder sobrellevar un real problema en la vida diaria. Como perderse literalmente en una cueva sin posibilidad de salir sin ayuda extra.  

Cada vez más se invierten en más colegios y escuelas tiempo y esfuerzo destinados a enseñarles a los niños a respirar, a ponerle una pausa a su mente, a ayudarlos a diferenciar pensamientos de emociones y a entrar en contacto con sus cuerpos.  

Herramientas que realmente los ayudarán a convertirse en sus mejores versiones de adultos, porque cuando comenzamos precisamente a respirar antes de actuar; a meditar y a ponerles una pausa a nuestros pensamientos (siempre condicionados por algo que nos pasó o por creencias que no necesariamente son nuestras); cuando aprendemos a reconocer que las emociones no nos definen y la mente no nos lidera; y escuchamos nuestro cuerpo y a nuestra intención; no habrá cueva ni prisión que pueda quebrarnos ni apagar nuestra luz interna. 

Esta columna fue publicada el 14 de julio del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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