Nadie dijo que sería fácil, por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
Nadie dijo que sería fácil, por Lorena Salmón. (Ilustración: Nadia Santos)
Lorena Salmón

Ponerle cara bonita al mal día, saber sobreponerse a los retos de la vida, aprovechar la lección en vez de lamentar las experiencias. 

Nadie dice que es fácil, pero tiene nombre y se llama resiliencia.  

Hace algunos años escuché esa extraña palabra por primera vez sin que me quedara del todo claro su significado. 

En los últimos dos años, la encuentro por donde vea: escritos de psicología, textos académicos, libros de autoayuda. Su poderoso significado –que finalmente comprendí– se ha convertido en un discurso emblema para cualquiera que necesite sobrellevar más de una pena.  

Resiliencia es resistencia, una cualidad innata para saber darles la vuelta a los problemas, la fortaleza que precisamente nos permite abandonar cualquier idea mental de darnos por vencidos. Nos ha ayudado a sobrevivir y claramente hemos evolucionado gracias a ella.  

Sin resiliencia no avanzamos.  

Sin resiliencia seguiremos caminando por el territorio que ya conocemos. Ese que tanto nos gusta habitar.  

¿Cómo hacer para avanzar, entonces, hacia otra dirección?  

¿Cómo adoptar esta virtud y cambiar la perspectiva –por qué no– de nuestra vida? 

Primer paso: reconocer que siempre tenemos opciones: podemos aceptar o podemos rechazar lo que nos sucede.  

La primera alternativa, aceptar, sin duda es más difícil: no siempre estamos listos para aceptar una pérdida, una ruptura, un despido, un cambio estructural; más bien tendemos a evadir cualquier sensación de incomodidad o que implique algún grado de dolor tanto físico como mental.  

No estamos acostumbrados a convivir con el dolor. Estamos acostumbrados a buscar la felicidad, alejándonos de todo aquello que nos genere lo contrario.  

Pero obviarlo no lo entierra.  

Segundo paso: evitar resistirnos a lo que nos sucede.  

De acuerdo con la filosofía budista, la resistencia a lo que nos pasa, no importa el tipo de acontecimiento, es la primera causa de cualquier sufrimiento. Así de simple: resistirnos a lo que nos pasa solo genera más dolor y más ansiedad ante la situación que tenemos que enfrentar. 

Un ejemplo común: estás en medio de un congestionamiento infernal. Opción a) pierdes la paciencia, gritas, tu cuerpo se estresa, sube la presión arterial, aumenta la frecuencia respiratoria, se aceleran tus latidos y tus músculos se tensan; o b) aceptas que no puedes hacer nada para cambiarlo, que es muy probable que estés ahí durante un largo rato y que quizás escuchar música y respirar ayuden a que el momento se pueda sobrellevar mejor, a pesar de la frustración.  

A nadie le gusta el tráfico, pero hay quienes pueden estar en él sin entrar en desesperación.  

Resistencia es sufrimiento, repito, y aceptación no es aprobación, ojo. 

Tercer paso: reconocer la valentía. 

Muchos pensarán que aceptar es darse por vencido, y nada más ajeno a la verdad. Aceptar es aprender a esperar y resiliencia es nuestra capacidad de adaptarnos a las situaciones adversas con paciencia, trabajo, calma y entrega.  

El hecho de aceptar la situación que estamos enfrentando no significa que estemos de acuerdo con ella, que nos guste o que nos haga sentir bien.  

Aceptar es entender que el cambio no se da en el momento exacto en el que lo deseamos, pero eso no significa que no podemos ir trabajando en lo que necesitamos trabajar.  

¿Claro?  

Si es así, sigamos remando sin desesperarnos, con esta música de fondo: Convirtiendo el ruido en melodía, elevándome y mirando desde arriba, encontrando la belleza escondida, hoy doy por la vida un poco más… (letra de Resiliencia, canción de Laguna Pai). 

Esta columna fue publicada el 23 de junio del 2018 en la edición impresa de la revista Somos.

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