'El perrito de taxi: cuando nunca quedas mal con nadie', por Luciana Olivares. (FotoIlustración: Gustavo Gamboa)
'El perrito de taxi: cuando nunca quedas mal con nadie', por Luciana Olivares. (FotoIlustración: Gustavo Gamboa)
Luciana Olivares

Alguna vez tienes que haberlos visto antes de que te pituquees con el Uber. Sí o sí debes haber presenciado a la mascota preferida de nuestros taxis locales: aquel perro diminuto casi siempre color caramelo que mueve su cabecita al compás del camino, siempre cómodo y relajado, así te hayas caído al más terrible de los huecos. Y, por supuesto, siempre asintiendo con su cabeza, ya sea que el taxista se haya pasado la luz roja.

Lamentablemente, lo que estoy describiendo podría ser la representación exacta de muchos de nosotros en nuestras relaciones personales y profesionales: en el comedor y en la cama, en un mail o hasta en la sala de reuniones. Preferimos no tomar partido, poner nuestras acciones en piloto automático y, por supuesto, elegimos no complicarnos la vida diciendo NO y encima tener que argumentarlo.

Te entiendo: muchas veces no es fácil hacer escuchar y escuchar tu propia voz. Más aun si lo que dirás va a ser incómodo para algunos y para ti mismo. Ya la vida o el pilates te habrá enseñado que es bien fácil hacer o imitar una pose, pero muy difícil tomar una postura. Tener postura te saca del cómodo anonimato de dejar tus opiniones en el ruido de la multitud. Te pone un reflector gigante en la cabeza con el que fácilmente serás observado y juzgado. 

Y quizás sentirás un eco incómodo al escuchar tus palabras porque estarás únicamente acompañado por un coro de murmullos. Te ganarás algunos pleitos que tu convicción te hizo comprar, así que apechugas nomás. Pero probablemente una de las cosas más desafiantes cuando tomas real postura es tener claro lo que bien dice la canción de Los Prisioneros, nunca quedas mal con nadie: “Si tu fin es algo, atacar o ganar aplausos...”. En otras palabras, que tu postura como persona o empresa sea genuina y no para para salir bien en la foto.

Pensaba en esto mientras revisaba todo el debate que ha generado hace un par de semanas la última campaña de Gillette, una conocida marca de productos para afeitar. Y si bien su público es eminentemente masculino, ha sido considerada una de las campañas más feministas por fans y detractores. Se trata de un video de casi dos minutos llamado ‘Nosotros creemos’, en el que cuestiona y critica determinados comportamientos masculinos, desde bullying hasta acoso, y reclama abiertamente a los hombres ser mejores hombres.

Pero eso no es todo. La marca se ha comprometido a donar un millón de dólares por un periodo de tres años a esta causa. Ya salieron eruditos y opinólogos en las siempre enardecidas redes sociales a felicitar la iniciativa, pero otros también a criticar e incluso a amenazar a la marca con ya no comprar sus productos por tamaña ofensa al género masculino. Incluso leí a algún experto de marketing que se cuestionaba por qué una compañía como Procter & Gamble se arriesga a incomodar a un grupo de su segmento objetivo y que afirmaba que seguramente no midieron la repercusión de sus actos.

Yo creo que fue absolutamente todo lo contrario. Procter sabía que pisaría callos, que generaría debate y, sí pues, se complicaría la vida. Pero ese es el precio de trascender como persona, comunidad, empresa, humanidad.

Así como una multinacional es capaz de comprarse el pleito de poner en agenda cambiar comportamientos tóxicos, todos los días está en ti pasártela viajando cómodamente y hasta gratis como perrito de taxi o tomar una postura que incomode y te cueste, pero que sin lugar a dudas tenga real valor. //

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