Universitario y su gente. De pie, hasta el final. La primera de las finales la ganaron juntos. FOTO: Universitario.
Universitario y su gente. De pie, hasta el final. La primera de las finales la ganaron juntos. FOTO: Universitario.
Pedro Ortiz Bisso

Pasarán diez, veinte, treinta años. No quedarán rastros de quienes estuvimos ahí. Apenas unos bytes registrarán los saltos, los gritos, los abrazos, los largos abrazos que nos dimos cuando todo terminó.

Pero nadie lo olvidará.

Miles de personas de pie. Gritando. Cantando. Maldiciendo.

Sufriendo.

Velarde se arrodilla, extiende sus manos al cielo y agradece. En las tribunas, la gente mira a la cancha acaso sin comprender la épica que acaba de protagonizar. Porque el triunfo también fue suyo. , hubo miles que lo ayudaron a impulsarse, a meter la frente, a celebrar golpeándose el corazón. La victoria ha sido de todos. Por eso lo que queda de garganta repite que nada nos separa, ni en las buenas ni en las malas. Grita con orgullo la verdad de su amor.

No se ha definido un título, no se ha ganado un clásico, no se ha clasificado a nada, pero se ha ganado una final. La primera de las diez que tiene Universitario en este torneo que no tiene premios, pero sí un compromiso: seguir siendo fiel a su historia.

La narrativa que construye la crema en la cancha no dista mucho de lo conocido, a pesar del nuevo dibujo táctico (4-4-2) o las renovadas funciones (Velarde como lateral, Quintero con libertad para recogerse y crear). Persiste el equipo vulnerable y ausente de ideas. ¿Qué cambió? El compromiso, la actitud, la rebeldía que faltó ante Ayacucho. Ver a Velarde, Figuera y Osorio agarrotados, a Denis y Lavandeira tirándose hasta para provocar un lateral, al Rusito agigantado con la cinta de capitán, fue hermoso y conmovedor.

El sufrimiento adquirió un nuevo significado cuando Grioni mandó a sus volantes a tocar, a cambiar de frente, a provocar que el cansancio sea más intenso en los once cremas que batallaban guarecidos en su campo. Lliuya y Corrales, sostenidos por Peña, hacían daño por izquierda. Abrían huecos y herían. Cuando se lesiona Benincasa y Córdova comete el error de volver a recostar a Páucar por derecha, el bombardeo se hizo mayor.

Entonces apareció Schuler, rústico pero efectivo; Siucho para meter la pierna sin miedo; el venezolano y su tercer pulmón. Todos mirábamos el reloj y este, como si se burlara de nuestra angustia, parecía haber entrado en estado de catatonia. Los centros eran puñaladas, el olor a empate infectaba el área crema.

Hasta que llegó el pitazo liberador. La señal para encender la alegría, esa que se transformará en sufrimiento cuando toque jugar el próximo partido. Hasta el final.

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