“Ese penal ante Dinamarca siempre me va a quedar”, ha dicho Christian Cueva esta semana. Tras la despedida de Perú del Mundial, rompió en llanto desconsolado.(Foto: Reuters)
“Ese penal ante Dinamarca siempre me va a quedar”, ha dicho Christian Cueva esta semana. Tras la despedida de Perú del Mundial, rompió en llanto desconsolado.(Foto: Reuters)
Jerónimo Pimentel

La historia de los penales es, necesariamente, polémica. Como todo castigo, siempre será juzgado en relación a la falta cometida y es en ese espacio para la subjetividad donde radica su problema: ¿Quién es el dios capaz de descifrar las intenciones de la pelota que se dirige a la mano? ¿Es un encontrón al borde del área merecedor de un tiro directo sin más oposición que la del portero sometido en su línea? ¿Es el delantero que busca la falta y la consigue (esa pierna que no se retira, ese enganche intencional) un héroe o un villano?

Herencia del rugby, el penal era casi una forma de resolver a favor del marcador un problema derivado del juego, cuando este era más brusco y físico, y por tanto menos técnico. Desde su creación, muchos la consideraron una sanción desproporcionada y hasta no hace mucho era considerado ridículo, poco meritorio o falto de honor celebrar una anotación desde los 11 metros. En el mejor de los casos, era la vía por la cual se resolvía un partido cerrado y se tomaba la serie de cinco como una forma de desempate apenas superior al azar.

En un punto, la profesionalización y el resultadismo cambiaron la perspectiva y se tomó al penalty como una especialización, tanto de los ejecutantes como de los arqueros. Luego pasó a ser una prueba de temple o jerarquía, en tanto se aceptaba que algo tan fácil de cumplir no podía errarse sino fuera a causa de un ‘pecho frío’, una cabeza caliente o un estómago flojo. Fue durante mucho tiempo, por eso mismo, especialidad de alemanes y brasileños, y por tanto, prueba última de jerarquía. La estadística, sin embargo, lo ha revelado menos misterioso, más predecible, casi vulgar: en La fórmula del gol se sostiene que el 72% de equipos que inicia el desempate de la tanda de penales lo gana; mientras que entre el 70% y 75% de los penales que se disparan en los torneos de nivel se convierten. Ello deja, grosso modo, una estadística de yerro nada desdeñable: 1 de cada 4.

El patrón no deja inmune ni siquiera a las estrellas extranjeras. Messi, en el tiro de los 12 pasos, se revela sorprendentemente normal, con un ratio de éxito de 77,1% (24 marros en toda su carrera). Su eterno rival, Cristiano Ronaldo, ha fallado 20 de 104 faltas ejecutadas en su vida profesional, lo que lo hace un poco más letal (83,8%). Christian Cueva, con todo el dolor que significó la derrota ante Dinamarca, ha fallado en 3 de 14 faltas desde que se gana la vida en el fútbol, lo que resulta en un decoroso 78,5% de acierto. No clasificamos a octavos de final, pero en algo el trujillano es mejor que Messi.

No hay, sin embargo, inexorabilidad. Todo el que ha pateado lo suficiente, incluso los más grandes, se equivocan. Pelé, quien sostuvo alguna vez que el cobro de penales era una forma de cobardía, falló alrededor de 20 (no entraremos aquí a mediar en el largo lío estadístico alrededor de lo que Pelé contaba como goles y partidos oficiales); Zico se equivocó ante Bats en México 86 luego de que Branco celebrara la falta como si tuviera el triunfo en el bolsillo; Maradona lanzó un zurdazo débil y avisado ante Yugoslavia en Italia 90 y tuvo que depender de la habilidad de Goycoechea para avanzar a semifinales; Baggio no solo la mandó a la tribuna en un Mundial, sino que lo hizo en la primera final que se dirimía vía la pena máxima... Hay, claro, excepciones. Andrea Brehme marcó el 1 a 0 luego de que Codesal pitara falta en el área, y lo hizo con su pierna derecha, pues sostenía que si bien era zurdo, la precisión la había desarrollado más con su “pie malo” a costa de práctica.

Pero vale la pena una nota final, si se quiere escrupulosa. El mundo no se divide entre quienes anotan y desperdician penales. El mundo se divide entre quienes van a patearlos y los que no.

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