(FotoIlustración: Lorena Salmón)
(FotoIlustración: Lorena Salmón)
Lorena Salmón

La felicidad no es un lugar. Tampoco una persona o cosa. Ni, aunque muchos puedan confundirse, múltiples números en una cuenta bancaria.

La felicidad es la acumulación de sonrisas o lágrimas, la cantidad de veces que nuestro corazón se aceleró y sentimos placer, todas las calmas encontradas mirando el mar, el cielo o el refugio bajo la sombra de un árbol. Los números de pasos descalzos sobre el jardín, cada plato saboreado, cada brindis y cada beso. Es la seguridad de los millones de abrazos que hemos dado y recibido, cada logro, el orgullo en los ojos de nuestros padres y cada recuerdo de nuestros hijos.

Cada experiencia vivida con ellos. Lo que pasa mientras el cuerpo crece, se reproduce y muere. Experiencias mágicas, únicas, imborrables.

Cuando era niña, mis padres manejan dos Volks-wagen modelo ‘escarabajo’. El rojo era de mi papá y el amarillo brillante, de mami. El primero no pasaba los 40 km por hora, así hubiese prisa o emergencia; y en el segundo casi siempre había gritos de “¡China, frena!”. Mi padre siempre ha sido precavido. Cuántas veces habré escuchado de él preguntarle a mamá: “¿Para qué aceleras si igual en la esquina tienes que frenar?”.

En el primero siempre había papeles acumulados, en su mayoría contratos o adendas, sobres manilas, fólders y organizadores desprolijos o sueltos que teníamos que arreglar para poder sentarnos. Y cada vez que lo hacíamos mi papá gritaba: “¡No toquen mis papeles, carajo!”. Allí siempre sonaba RPP, los Beatles o Simply Red. En el carro de mi mamá, en cambio, todo el tiempo había música romántica en inglés o en español, olía rico y estaba pulcrísimo y brillante.

Esos Volkswagen me transportaban a la felicidad.

Los fines de semana, mis papás salían de Lima. Aunque había peligro en la carretera hacia cualquier vía, cortesía del terrorismo, no había tráfico. Las distancias hacia el norte o hacia el sur siempre eran bastante largas. Así que imaginen las horas pasadas en esos carros. Cantábamos a capela: “¡Vamos a la playa, oh, oh, oh, oh!”, con las ventanas abiertas porque ni soñar con aire acondicionado. Ica, recurrentemente, o Supe y Barranca. Esos eran mis destinos felices. En esos carritos entrábamos papá, mamá, hermana mayor, hermana menor y nana, más los maletines, las almohadas y toda la mudanza.

Con esos mismos nos movíamos por toda la ciudad desde Pueblo Libre, donde vivíamos, hasta La Molina, donde mis padres habían adquirido un terreno y tenían una casa en construcción que tardarían más de 10 años en terminar. Saque usted la cantidad de idas y vueltas y el presupuesto en gasolina.

Los Volkswagen subían el cerro Centinela sin problema. Aquellos choferes intrépidos, además, se deslizaban cuesta y arena abajo libremente, fuera de la vía pavimentada porque no había muro de contención ni publicidades ni civilización alguna en sus faldas.
He perdido la memoria en cuanto a cuándo fue que ambos carros salieron del garaje de mi casa. Pero sí que mi papá pasó a un carro automático.

Hace algunos años jugamos en familia a contar Volkswagens por la ciudad mientras íbamos de paseo a algún lugar. Era sorprendente la cantidad que encontrábamos de ellos. Hace poco quisimos hacer lo mismo y el vacío fue desalentador: ¿a dónde fueron a parar? Eso hasta que, la semana pasada, en el horripilante tráfico, una visión. Un Volkswagen color verde agua, con detalles en blanco, impecable, aparecía sobre mi izquierda. Me imaginé a los Beach Boys sonando a todo volumen dentro. El chofer, que me vio extrañado, debió haber pensado que me había enamorado. Estaba en lo cierto. //

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