"Monstruos en serie", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
"Monstruos en serie", por Renato Cisneros. (Ilustración: Nadia Santos)
Renato Cisneros

El viernes 7 de noviembre de 1969, en Baltimore, Estados Unidos, la religiosa Cathy Cesnik, de 26 años, desapareció sin dejar rastro. Había salido a hacer unas compras en su auto pero no volvió. Semanas más tarde su cadáver fue encontrado en un bosque con un golpe mortal en la cabeza. Desde ese día se abrió una interrogante que casi cincuenta años más tarde aún no es posible despejar: quién la mató.

El documental The Keepers, el estreno de más polémico de los años recientes, recupera el caso Cesnik, dado a conocer en mayo del 2015 a través de un reportaje de The Huffington Post: “El misterioso asesinato de una monja que sabía demasiado”.

Al inicio, la serie aborda esa historia real desde una óptica meramente policial, como si se tratase de un crimen sin resolver más; sin embargo, conforme avanzan los capítulos, vamos conociendo la verdadera magnitud de los hechos, cuyas revelaciones impresionan menos de lo que indignan.

La hermana Cathy, como conocían a Cesnik en el instituto superior público donde trabajaba, se había percatado de que el director y consejero espiritual, el padre Joseph Maskell, pasaba demasiado tiempo con algunas alumnas en su oficina. Las mandaba llamar para darles ‘tratamiento psicológico’. Al poco tiempo sus oscuros presentimientos fueron confirmados: Maskell abusaba sexualmente de ellas.

A pesar de los problemas en que podía meterse –el director era un sacerdote respetado por la comunidad católica y estaba muy bien contactado con las autoridades del condado (era nada menos que el capellán de la policía)–, un día la religiosa decidió encararlo. Sin embargo, no llegó a formular denuncia alguna. La mataron antes.

Lo que vemos en The Keepers es la investigación que iniciaron allegados de la monja a mediados de los 90, después de que una de las víctimas de Maskell, tras soportar por años el trauma de haber sido abusada sistemáticamente en la adolescencia, se atreviera a pronunciarse. Sus confesiones son escalofriantes: una vez que cerraba la puerta de su despacho, el cura la humillaba tratándola de ‘puta’, la violaba repetidas veces y le hacía tragar su semen asegurándole que era el espíritu santo. 

A lo largo de ocho capítulos asistimos a dos líneas argumentales de lo más envolventes: por un lado, se cuenta la pesadilla psicológica de las varias mujeres que permanecieron en silencio durante décadas por miedo a represalias o porque simplemente no sabían cómo verbalizar las vejaciones sufridas; por otro, se detalla la asquerosa complicidad entre la influyente Arquidiócesis de Baltimore y las instituciones locales encargadas de ‘velar por la justicia’.

Al igual que las películas Spotlight, El bosque de Karadima, El club, o que el libro Mitad monjes, mitad soldados, The Keepers sostiene una denuncia por partida triple: contra los depravados sexuales, contra las cúpulas eclesiásticas que los encubren y contra el sistema judicial-político que, si no les facilita una coartada para salir airosos de las denuncias, les proporciona inmunidad directamente. No sorprenden las similitudes: en todas partes, los pederastas y sus cómplices operan así. 

Uno de los méritos del director de The Keepers, Ryan White, es haberles dado buen uso narrativo a las ocho horas de duración de la serie. Eso le permite alternar historias simultáneas para mostrar el ostracismo social que sufren los damnificados, los aparentes callejones sin salida en que caen los investigadores, la espiral solidaria desatada tras la denuncia inicial, pero también los daños irreversibles que provoca un crimen de esta naturaleza.

Hay muchas razones para creer que el asesinato de Cathy Cesnik fue una orden de Maskell. Lamentablemente, la fiscalía no considera como pruebas los contundentes testimonios registrados. Para colmo, la arquidiócesis se niega a hacer público el expediente del depravado.

El padre Maskell murió en 2001, a los 62 años. Se salvó de pagar sus crímenes en la cárcel. Pero si existe el infierno, debe estar allí, esperando a todos los malditos que, como él, han destruido la vida de miles. 

Esta columna fue publicada el 15 de julio del 2017 en la revista Somos.

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