ENRIQUE SÁNCHEZ HERNANI

El sobresaliente actor y director de teatro Alberto Ísola, sentado en las butacas del Teatro de Lucía, luce distendido y afable. Acaba de concluir uno de los ensayos de la obra De repente, el verano pasado. Solo por su calvicie se puede adivinar que este año acaba de cumplir 60 años, 40 de los cuales lleva dedicados a las tablas. Tras una exitosa permanencia bajo las candilejas, Ísola es un icono del teatro peruano. Con su habitual timbre de voz grave nos hace un recuento de ese intenso periplo.

¿Por qué eligió dirigir esta obra de Tennessee Williams? Es tan cruda. Generalmente, yo elijo las obras que hago, pero esta nace del deseo de Cécica Bernasconi y Lucía Iruita. No es una obra que yo hubiese elegido, pero con el tiempo se volvió importante.

¿Por qué razones? Por muchas. Es una de las obras que más se montan de Williams, pero cuando se estrenó fue un pequeño escándalo. Es una obra muy dura, que se acerca a una tragedia griega. Pero también habla de la redención.

¿Hay alguna parte de esta que le enganchó? Yo vi la película de Mankiewicz en un cine club cuando tenía 15 años y me quedé muy perturbado. Williams la detestaba, pese a que escribió el guión con Gore Vidal. Es que es muy sórdida, pues se centra en el lado más sensacionalista de la obra. La obra habla de la intolerancia de una sociedad contemporánea aparentemente civilizada, pero que es caníbal, feroz con todos los que son distintos.

¿Cuando usted dirige una obra teatral, busca decirle algo al espectador? No diría que uno trata de enseñar, porque eso es muy pedante. Uno no enseña con el teatro, comparte. Yo no puedo hacer ningún texto, aunque sea una comedia, si no toca temas que me interesan tocar. A mí me gusta hacer un teatro donde la gente que viene a ver la obra sale distinta.

¿Usted hace teatro por terapia? Yo sigo un tratamiento sicoanalítico hace muchos años. El teatro no es un espacio de terapia para mí. Eso sería muy pretencioso. El público paga por ver algo. Pero sí es un espacio donde yo ventilo preocupaciones que puedo tener y que le pueden interesar a los demás.

Han pasado cuarenta años dedicados al teatro. ¿Encontró lo que buscaba cuando empezó? Más de lo que buscaba. Cuarenta años son cuarenta años. Yo nunca he dejado de hacer teatro. Cuando he hecho cine y televisión me he sentido muy bien tratado, pero no es mi casa. El teatro es el espacio que prefiero. Estoy con proyectos hasta el 2016 y me considero afortunado. Vivo de lo que me gusta hacer. Pero, sobre todo, el teatro me ha ayudado a vivir mejor y, espero, a ayudar a otros a lo mismo. Estoy muy feliz.

¿Usted es un referente del teatro nacional. ¿Cómo se lleva eso, como una cruz o como un halago? Como una cruz no, pero como una exigencia sí. Creo que yo me exijo cada vez más. Conforme pasa el tiempo uno se vuelve más difícil, porque me exijo más. Siento que no puedo defraudar ni retroceder.

¿El teatro le ha servido para paliar la soledad? Me ha ayudado, pero es bien relativo. En este momento estoy en cuatro proyectos simultáneos y en cada uno trabajo con un grupo humano diferente. A veces me siento abrumado por la cantidad de gente con la que interactúo. Cuando cumplí 60 años me hicieron una reunión muy bonita, donde todos eran gente de teatro, que son mis amigos. Por eso digo que el teatro también se ha vuelto mi familia.

¿Ya dejó de ser tímido? No crea (risas). Me cuesta. Gian Franco Brero, que es un querido amigo mío, siempre me dice que hasta cuando me hacen entrevistas se me ve tímido. Y lo soy, me cuesta trabajo no serlo. Pero en el escenario no, ni en la enseñanza.

¿Alguna vez ha pensado dejar el teatro? Se supone que me puedo jubilar en unos cinco años, pero una de las cosas buenas en esta carrera es que uno nunca se jubila. Pero sí me gustaría parar y dedicarme a leer, tranquilo, aunque sé que no aguantaría. Creo que el momento en que me retiraré llegará cuando me olvide la letra; allí sí voy a pensarlo. Pero no me imagino haciendo otra cosa.

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