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edimar vargas

Carmen superó varios obstáculos médicos para convertirse en madre. Había tenido tantas pérdidas que, cuando nació su bebé, los cuidados fueron extremos. A un mes de vencerse la licencia posnatal, evaluó cuál sería el lugar más seguro para su pequeño cuando tuviera que regresar a trabajar. Así, junto a su esposo, decidieron inscribirlo en una guardería cerca a su casa en Los Olivos.

Carmen salía antes de las siete de la mañana para dejarlo en la cuna y luego dirigirse al hospital Rebagliati donde es digitadora del área de Imagen Institucional. Ese fatídico día hizo lo de siempre. Una vez sentada frente a su computadora se dio cuenta de que había olvidado dejar algunos utensilios que el bebé necesitaría.

Como ella salía recién a la una de la tarde, le pidió ayuda a su esposo
–que es taxista–, pero no lo dejaron entrar aduciendo que el niño estaba dormido. La espera se hizo interminable, el padre se puso nervioso y, con el apoyo de unos policías, entró al sitio y se dio con un cuadro desgarrador: su bebé de cuatro meses de nacido yacía muerto en una cuna.

La desesperación se apoderó de la joven pareja, nadie entendía qué había pasado, pues el pequeño estaba sano. Las encargadas de la guardería se echaban la culpa entre ellas, decían que estaba resfriado, que lo habían bañado, que nadie le hizo nada. Un documento de la morgue aseguró que el fallecimiento había sido a consecuencia de un edema pulmonar. La familia denunciaba negligencia, ocultamiento, reacción tardía, etc. Lo único concreto es que el bebé de Carmen está muerto.

Me parte el alma pensar en la indefensa criatura: no había dejado de lactar, no aprendió a caminar, ni siquiera a sentarse, nunca pudo aprender a decir mamá y se fue. Seguro que Carmen recién empezaba a asimilar que sus oraciones habían sido escuchadas y, de pronto, le arrancaron a su bebé de los brazos. No existen palabras de consuelo para esta mujer, solo acompañarla en su dolor, pedir justicia y decirle que ella no tiene ninguna responsabilidad.

Cuando uno es madre aparecen –casi por inercia– miles de culpas: por no aguantar la herida de la cesárea, por llorar mientras damos de lactar, por tener flojera de levantarnos por cuarta vez en la madrugada para consolar a nuestro bebé, por aburrirnos de estar todo el día encerradas cuidándolo, etc.

Empezamos a trabajar –las pocas madres que lo hacemos– y las culpas mutan. Nunca dejamos de pensar que cada segundo en la oficina es un segundo menos con nuestro hijo. Dejarlo después de haber estado tres meses a su lado no es fácil.

¿Cómo estará esta madre que creía que lo mejor era llevarlo a una guardería en vez de dejarlo en casa con una desconocida? Carmen y su esposo no tenían dinero para contratar a una experimentada niñera de agencia ¡¿Qué más tuvo que hacer?!

Escucho a las ministras, alcaldesas, congresistas y autoridades, mujeres en general, hablar y hablar de la ayuda que el Estado brinda a la mujer y parece que están de espaldas a la realidad o que nos mienten flagrantemente.

Nos dicen como disco rayado que las mujeres debemos ser independientes, asumir responsabilidades y salir adelante solas con nuestros hijos. Parece una broma de mal gusto, pues no vivimos en Australia, Suiza o Canadá, donde el posnatal dura hasta un año y luego las mujeres regresan a su mismo trabajo y con el mismo sueldo. Vivimos en este Perú tercermundista que nos mete un rollo lindo y moderno, que las mujeres lo podemos todo, y, por el otro lado, nos meten cabe cuando queremos desarrollarnos o ayudar a la economía de nuestra familia siendo madres.

La guardería donde murió el hijo de Carmen había sido denunciada por la muerte de otro bebé unos años atrás y seguía atendiendo y sin licencia. Por favor, no nos llenen de chamullo: bla-bla-bla.
Nunca dejamos de pensar que cada segundo en la oficina es un segundo menos con nuestro bebé.

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