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Como todos los días debo levantarme a las 3 y 40 de la madrugada, los sábados y domingos no abro el ojo antes de las 11 a.m. Sin alarma podría quedarme en la cama hasta la hora del almuerzo. Lograr esto no ha sido fácil, me ha costado casi cuatro años superar el sentimiento de culpa que las madres adquirimos cuando nacen nuestros hijos.

Me mataba escuchar a Fabio jugando con la niñera mientras yo dormía. A la primera bulla saltaba de la cama y eso, a veces, era a las 6:30 a.m. Como la noche anterior me quedaba pasada la medianoche conversando, comiendo o en el cine, al día siguiente tenía sueño y los lunes llegaba al canal destruida y con unas ojeras kilométricas. Pero ya pasó. No sé si recupere el sueño, pero lo cierto es que me hace feliz poder dormir hasta tarde.

Otra victoria conseguida como madre culposa fue hacer siesta en las tardes, sin que mi hijo tocara la puerta cada cinco minutos y yo saliera corriendo a atenderlo. A las 5:30 p.m. regreso a trabajar y debo dormir, aunque sea un ratito, después del almuerzo. De lo contrario, mi cerebro se adormece y mi lengua se traba en cada palabra.

Irme a trabajar también fue todo un tema. Mi hijo me despedía llorando a gritos, me agarraba fuerte de los brazos, del pelo, de la ropa. A mí se me derramaban las lágrimas mientras la niñera lo sacaba y lo distraía con algo. Hoy Fabio me desea buena suerte y me llena de besos.

Me creía una madre experimentada, segura de cómo hay que hacer las cosas. Según yo, después de cuatro años de maternidad con este horario loco de trabajo que no me permite despertar, desayunar, cenar, bañar ni acostar a mi hijo y aun así criarlo, podía considerarme una mamá que sabe. Además, por algunos temas médicos que Fabio ya superó –en medio de dos operaciones, resonancias magnéticas, rayos X, tomografías, terapias físicas, férula, collarín, parches en los ojos y anteojos–, me alucinaba una supermamá. Pero no es así.

He recibido una invitación para un almuerzo con fiestón incluido para este sábado en el kilómetro 74 de la Panamericana Sur y es SIN HIJOS. O sea, si fuera en la noche normal, todo el día estoy con mi hijo, lo acuesto y me voy al tono, pero a mitad del día se me descuadra todo.

Los sábados y domingos puedo dormir, jugar con mi hijo y estar con mi esposo sin presiones de ningún tipo y este evento me obliga a descartar alguna de estas actividades: no dormir hasta tarde y estar con mi hijo en la mañana antes de irme a la fiesta. Estar con Fabio mientras desayuno y me alisto. O no ir a la reunión y que vaya solo mi esposo para estar con Fabio. Pregunté a las mamás del grupo de la fiesta qué harán con sus niños, imaginado que alguna diría: ¿podría ir con mi hijo? Pero fue al contrario, todas estaban felices. Me sentí un bicho raro.

Estoy en shock porque la mamá superada que era se desintegró. Esa madre que decía ser no era real, pues de lo contrario no estaría preocupada porque no verá lo suficiente a su hijo, sino entusiasmada por tener un juergón de aquellos.

Tratando de justificarme encuesté a varias mamás, planteándoles la situación, y por mayoría ganó que lo más sensato era ir al tono y divertirme con mi esposo sin culpas. No estoy segura de que las respuestas hayan sido del todo sinceras, porque la culpa es un clásico de la maternidad, pero, por lo menos, es lo que dicen de la boca para afuera, así que seguiré a la mayoría.

Es la primera vez en cuatro años que tengo una invitación para adultos, un sábado en la tarde y me doy cuenta de que sigo siendo una mamá primeriza. Veo que nunca dejaremos de aprender a ser padres y que es natural estar inseguros sobre qué es lo mejor para nuestros hijos. Lo importante es hacer. Si fallamos, lo evitamos, y si sale bien lo volvemos a hacer. Suena fácil, pero qué difícil que es.

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