Entrar a la catedral del Cusco supone pasar primero por caja. Cusqueños no pagan. Ofrecen la posibilidad de audioguías, unas tabletas electrónicas trajinadas y sucias. Mientras pregunto por su funcionamiento, una guía de carne y hueso ofrece sus servicios en varios idiomas. No, gracias. Insiste. No, gracias. Insiste, les hago un precio especial. No, gracias. Insiste. Un Jesús de yeso desde un imponente altar de plata mira la escena con piedad, contemplación que genera una pausa. Luego la guía insiste. No, gracias.
Veinticinco años después me vuelvo a parar frente a un elocuente cuadro escondido en una zona lateral de la nave principal. La leyenda que relata a través de varias ilustraciones, como un cómic del siglo XVI, es una de las historias estelares de la visita. Una guía le grita a un turista Mister, no photos. Están prohibidas las fotos dentro del templo. Nadie puede o debe demostrar que estuvo aquí.
El cuadro fue mandado a hacer por el obispo y benefactor Manuel de Mollinedo. Este oportunamente aparece hincado de rodillas al centro del mismo mirando al espectador con cara de privilegio celestial: queda claro que don Manuel daba por seguro que este lienzo sería su salvoconducto al cielo.
La pintura relata la azarosa y providencial historia de la Virgen de Belén. En algún momento de los mil quinientos y como consecuencia de un naufragio, una caja de madera de grandes proporciones apareció en las orillas del Callao, frente a la cárcel. Pescadores del pueblo conocido como Pitipiti la recogieron, y quedaron sorprendidos al abrir el bulto. Era una gran imagen de la Virgen que venía acompañada de un mensaje: regalo para la catedral del Cusco.
En el cuadro, debajo de la escena del naufragio, se ven las gestiones del virrey y el arzobispo de Lima para llevar la imagen al Cusco. Al llegar a esa ciudad se decide, mediante sorteo —también registrado en el cuadro— a qué iglesia sería destinada. Una severa sequía presiona por un temprano y primer milagro de la imagen. Es sacada en procesión. Casi de inmediato comienza a llover torrencialmente.
Pero el diluvio —esquina superior izquierda del cuadro— trae a su vez un serio incidente. En su camino de regreso al templo, la imagen está a punto de caer al río. Es salvada por un joven de vida disoluta llamado Selenque. Esa misma noche, deambulando borracho por el cementerio, Selenque tiene una visión donde los demonios se lo llevan a las profundidades del infierno mientras un tribunal divino, Jesús al mando, decide su futuro. La dulce Virgen de Belén intercede de rodillas por el alma del juerguero que la salvó de la caída. A raíz de ese susto alcohólico Selenque cambió su vida y se dedicó a la virtud.
Hace un cuarto de siglo, cuando escuchaba esta historia, resaqueado y consumido por la noche cusqueña, pensaba frente al cuadro: “He aquí otro Selenque; Virgen, cámbiame”. No funcionó inmediatamente, pero el cansancio ejerció su efecto tranquilizante. Los años confieren milagros discretos e inevitables.
Pero ahora, que se acerca la guía a insistir en sus servicios o a evitar que se hagan fotos, lo que habría que pedirle a la Virgen es que cambie todo. La catedral no parece un templo, sino un mercado donde el turista ha de ser exprimido con fines religiosos. El estado de abandono de los altares y pinturas guarda coherencia con las denuncias de abusos sexuales encubiertos durante décadas por la Iglesia. El desdén por el visitante remite a la cultura de repulsión al forastero que ahora hace carne en contra de venezolanos. Que cambie todo, Virgencita de Belén. O eso, o el diluvio, otra vez.