Los resultados iniciales del censo nacional de población del 2017 difundidos por el INEI hace pocas semanas muestran una acentuación de las tendencias demográficas que venían asomando desde finales del siglo pasado, en algunos casos de forma dramática.
Lo primero que resalta (y que fue en lo que se centró el debate en los medios en los días pasados) es el tamaño de la población omitida por el censo, que habría alcanzado casi el 6%. Desde la época del Imperio Romano, los censos han sido uno de los instrumentos de gobierno más emblemáticos de los estados; una expresión ritual e imponente de su poder y capacidad de control sobre la población. Que en esta época pletórica de computadoras y registros en tiempo real la tasa de omisión haya sido más del doble que en la de los dos censos previos y, de hecho, haya sido la mayor de todos los censos válidos que siguieron al de 1940, va contra la tendencia que se esperaría de un Estado cada vez más moderno y eficiente. Dado el tamaño de la población omitida, urge que el INEI comunique los sesgos a los que ella pudiera dar lugar respecto de la población que sí fue empadronada. ¿Se concentraron los omisos, por ejemplo, en la sierra rural?, ¿en la periferia urbana? En otras palabras, ¿cuáles serían los sectores demográficos que resultan más afectados por la omisión?
Suponiendo que la omisión haya sido homogénea en todo el territorio, centrémonos en algunos resultados dignos de reseña. El primero que salta a la vista es la desaceleración del crecimiento de la población. Este venía cayendo desde los años setenta, pasado el pico de la “explosión demográfica”, pero se había previsto una disminución más pausada e incluso con altibajos, como las que mostraron los países del hemisferio norte en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. En el Perú hemos pasado en un lapso de apenas medio siglo de una tasa de crecimiento demográfico de 3% anual a una de 1% anual, que no se veía desde el tiempo de la independencia. Las mujeres de hoy tienen en promedio la tercera parte de los hijos que tuvieron sus abuelas y, como la tendencia va a menos, en una generación más (de 25 a 30 años) deberíamos llegar al estado estacionario.
Este primer reporte no aclara el fenómeno de la emigración de los peruanos, que, desde hace unos 15 años, ha sido uno de los factores responsables del frenazo del crecimiento, ni sobre la reciente inmigración venezolana, que podría actuar en compensación. Pero el parón demográfico va a tener vastas consecuencias sobre nuestro devenir. El crecimiento económico tenderá a ser más lento, puesto que en el último siglo uno de sus motores fue el aumento de la población. La infraestructura de viviendas, escuelas y demás recintos sociales crecerá todavía por un tiempo, mientras aumente la población que se incorpora a la vida urbana, pero pronto deberá concentrarse en la renovación y el mantenimiento antes que en la expansión. La población promedio está envejeciendo y el sostenimiento de los ancianos se convertirá en una carga fuerte para la población laboralmente activa. El envejecimiento de la población es algo que ha ocurrido ya en los países del Primer Mundo, con la importante diferencia de que nosotros carecemos de su grado de riqueza y desarrollo social.
De otro lado, no todo son malas noticias cuando la población deja de crecer: en el futuro habrá una menor presión para crear puestos de trabajo, ya que la cantidad de jóvenes que egresan de los colegios y universidades disminuirá. Esto puede ayudar a mitigar la informalidad y el subempleo y a mejorar los salarios. Como durante un siglo hemos vivido acostumbrados a una economía con exceso demográfico, en la que sobra la gente, pero escasean las tierras y los empleos, costará adaptarnos a otra en la que lo que comience a echarse en falta sean las personas.
La otra noticia fuerte del censo del año pasado ha sido la disminución de la población de la sierra. Aunque ya venía ocurriendo en términos relativos (entre los censos de 1940 y el 2007 la proporción de quienes vivían en la sierra cayó de dos tercios a un tercio), esta ha sido la primera vez que ha ocurrido en términos absolutos: en el 2017 se encontró medio millón menos de personas en la sierra que en el 2007. El descenso ha sucedido sobre todo en las regiones de mayor pobreza, mayor altura sobre el nivel del mar y mayor concentración en la actividad minera, que, como se sabe, no emplea mucha mano de obra y tiende a desplazar a la actividad agropecuaria. El departamento de Huancavelica encabeza el ránking de la despoblación, con una pérdida de casi una cuarta parte respecto del censo del 2007, siguiéndole Pasco y Puno. En cambio, han crecido los departamentos de Madre de Dios, a raíz de la llegada de las carreteras y la fiebre del oro; Arequipa, que ha recibido a la población emigrante de Puno; e Ica, que lo ha hecho con la de Huancavelica. En un proceso que lleva ya casi un siglo, la población desciende de las alturas y se va ubicando en los valles y ciudades de la costa, o en los de la Amazonía.
Finalmente, si a la población de las provincias de Lima y Callao le añadimos el 6% de omisión, resulta que la metrópolis limeña ya alcanzó los diez millones de habitantes, mientras que, haciendo el mismo ejercicio, las de Arequipa y Trujillo se ubican alrededor del millón. Estas ciudades, como las otras grandes urbes del país (notablemente Piura, Cusco, Juliaca, Ica y Ayacucho), están creciendo a una velocidad mayor que el promedio, aunque es de resaltar que Lima es hoy de las que menos.
El censo del 2017 nos pone delante de un país más costeño, urbano y maduro. Nos pone delante también de nuevos retos, como el de adecuar nuestra organización económica a una dinámica demográfica que se encamina al estado estacionario. Y nos alerta a tomar medidas que mitiguen la disminución de la fecundidad en el futuro, como podrían ser reducciones fiscales a las familias con hijos y el logro de mejoras sustanciales en la educación y la salud públicas.