La serie Un juego de caballeros de Netflix se estrenó a inicios de marzo. (Foto: Netflix)
La serie Un juego de caballeros de Netflix se estrenó a inicios de marzo. (Foto: Netflix)
Jerónimo Pimentel

El presente suele ser soberbio: tiende a pensar que todo siempre fue así y que así siempre será. Pero algunos eventos extraordinarios, como una pandemia por ejemplo, logran que la pausa motive a la reflexión. Y una miniserie de estreno, ‘Un juego de caballeros’ (Netflix), pone el contexto.

(Foto: Netflix)
(Foto: Netflix)

Hacia 1880 el fútbol era un deporte amateur regido por la aristocracia inglesa. Había pasado muy poco desde que, en 1863, las instituciones educativas británicas acordaron lo que era y no era permitido en el grass. La universidad de Rugby defendía dos propuestas: que el balón se pudiera llevar con las manos y que se permitiera patear en las canillas a quien tuviera posesión del balón. Otras, como Eton o Harrow, pensaban que no era permisible tanto contacto. De esta diferencia un juego pasó a convertirse en varios: el fútbol asociado que hoy conocemos, pero también el rugby y el fútbol australiano.

Julian Fellowes, el creador de ‘Dowtown Abbey’, recrea en ‘Un juego de caballeros’ el momento exactamente posterior, cuando la élite victoriana debe enfrentar a sus instituciones con las recién creadas a partir de la revolución industrial: los clubes proletarios. Las diferencias son radicales. A nivel social, la aristocracia es reacia a perder sus privilegios y dejarlos en manos de obreros. Estos, en cambio, encuentran en el juego un motivo de orgullo y cohesión: por una vez pueden superar a los patrones en buena lid. La dinámica produce transformaciones. Los nobles privilegian la fuerza y el dribbling, deudores de un atavismo rústico (el fútbol se creó con fines formativos). Los obreros, por su parte, descubren la maravilla que hará universal y eterno este juego: el pase. Este elemento, que hoy se da por descontado, es el gatillo que desencadena el fenómeno actual. El pase antepone la precisión a la violencia, obliga al pensamiento táctico, reasigna los roles de los jugadores en el campo y, también, produce belleza.

No es una época tranquila. El pulso entre los oligarcas y los sindicatos producen estallidos y éstos se trasladan, de tanto en tanto, a las canchas. Pero el furor futbolístico produce también su propia dinámica económica: los espectadores empiezan a pagar por asistir al espectáculo, se organizan las primeras membresías y filiaciones, y se impone la profesionalización. El amateurismo es el último bastión de la aristocracia, pues da por sentado el ingreso económico (figura que retomaría en el siglo XX el comunismo); en cambio, quien trabaja seis días a la semana, doce o catorce horas al día, difícilmente podrá entrenar o tener un hobby. Al recibir sueldo el jugador profesion al pierde la raíz comunitaria pero obtiene tiempo y sustento para invertir en su propio desarrollo deportivo. No fue un proceso sencillo: valores como el honor y la lealtad se contraponen a los de igualdad y excelencia. Uno de los méritos de ‘Un juego de caballeros’ es problematizar este crac a través de la figura de Fergus Suter, un albañil escocés que dejó Glasgow para jugar por Darwen y Blackburn Rovers.

Quien vea la miniserie podrá apreciar las venturas y desventuras de este innovador. Pero mejor aún: verá cómo los usos, trajes y paisajes se transforman, pero no la decepción ante una derrota injusta y la euforia ante un gol resonante.

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