“Progresa la ciencia, avanza la tecnología, lo único que no mejora es el hombre”, solía decir ese ciudadano ejemplar y escritor notable que fue Ernesto Sábato, muerto antes de inventarse el lenguaje inclusivo. La frase es olímpicamente aplicable al periodismo. En estos últimos cincuenta años, en los que hemos estado dentro, vimos modernizarse y envilecerse la profesión en iguales proporciones.
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Comencé en esta cuerda a fines de 1973. Desde el punto de vista operativo era todo manual, artesanal, con las viejas máquinas de escribir Olivetti verde olivo o las Remington negras, señores de camisa blanca, corbatita fina y el humo del cigarro impregnando todo el ambiente. Y en algunas mesas, una botella de caña. Ni resmas de papel había. De las enormes bobinas de papel con que se imprimía el periódico se guillotinaba a tamaño carta y con eso escribíamos. Pero no era simplemente amontonar letras, había que saber… Uno levantaba la cabeza y se admiraba de lo que tecleaba cada compañero. Eran muchos cracks. Eso exigía. Había que jugar la pelota al pie, nada de pelotazos. Nadie había estudiado periodismo, venían de la escuela pública, pero eran escribas de raza, que se regaban con los grandes autores. Se iban haciendo en la fragua de la práctica. El director era una figura prominente que destilaba sabiduría. Mi primera comisión fue cubrir una asamblea de socios en Boca. Yo de eso no sé nada, dije. Me gustaba la pelota. “Usted vaya, anote todo, luego viene acá y lo escribe”, fue la sencilla instrucción. Raspando, pero pasé la prueba.
Terminábamos de cerrar a las doce de la noche, si había algún partido importante de Copa Libertadores, doce y media. Y el diario igual salía en horario y como manda el código: la ficha del partido, un sesudo comentario, dos fotos, notas de vestuario y algún recuadro aparte con noticias emanadas del juego. Ahora que es todo satelital hay que bajar la persiana a las cinco de la tarde “porque es una orden de la gerencia administrativa”. Dentro de poco va a haber que comentar los partidos antes de que se jueguen. En los diarios mandan recursos humanos, publicidad, distribución, marketing, el taller… Antes mandaba el periodismo, la noticia. Terminado el turno, íbamos a tomar café para hacer tiempo y luego al pie de la rotativa a esperar que se imprimiera el diario a las tres de la mañana. Desandábamos la madrugada con el ejemplar bajo el brazo. Eso lo dicta la pasión. El periodista de alma no tiene horario.
La industria periodística era básicamente mecánica, luego llegó lo electrónico y por último lo digital. Vimos pasar el télex y el fax. Ejercer el periodismo hoy es Disneylandia, todo a mano, vas a Alemania, apretás un botón y te aparece Beckenbauer. Uno puede escribir una columna en su computadora portátil, en la tableta o hasta en el teléfono. Con wi-fi no hay drama. Escribir desde el estadio, mientras se está viajando, desde arriba del Obelisco o de la Torre Eiffel. El tema es hacerlo bien. En radio o TV es igual. Los muchachos que hacían campo de juego (Tinelli era uno de ellos) arrastraban toneladas de cables para llegar, sudorosos, a donde estaba el goleador. Y el goleador los atendía. El Zoom, el WhatsApp, Twitter, el celular, todo está facilitado. Entrar en Google y conseguir el dato preciso que antes había que buscarlo en un libro. Si lo tenías... La App que avisa las noticias y los goles al instante. Incluso es mejor ver el partido por televisión, con veinte cámaras, que ir al estadio. Esto también ha generado un periodismo oficinesco. Nadie quiere mover el esqueleto para ir al entrenamiento, al club o a la asociación.
Hay nuevas formas de hacer periodismo. Y cada vez que alguien en Silicon Valley inventa una aplicación nueva, se crea otra forma de transmitir la noticia.
El respeto mutuo. Antes uno le pedía una entrevista al futbolista y éste con gusto la concedía, incluso la concertaba en su propia casa. Y se brindaba el tiempo que el cronista necesitara. Si uno quería una nota con Pelé, no era ningún problema, iba a la cancha del Santos una mañana cualquiera y desde el borde del campo, mientras el genio entrenaba, le pegaba el grito: “Edson, ¿podemos falar con vocé…?” Y el Atleta del Siglo respondía: “Sim, depois do treino”. Y uno se sentaba con O Rei en la cantina del club a charlar con él. Eso se perdió. Ahora, para hablar con uno que se hizo dos goles en contra es preciso hacer una gestión con el presidente del club.
"Si uno quería una nota con Pelé, no era ningún problema, iba a la cancha del Santos una mañana cualquiera y desde el borde del campo, mientras el genio entrenaba, le pegaba el grito: “Edson, ¿podemos falar con vocé…?” Y el Atleta del Siglo respondía: “Sim, depois do treino”. Y uno se sentaba con O Rei en la cantina del club a charlar con él"
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En 2014 solicité al Real Madrid un encuentro con James Rodríguez. Iba a España con ese único objeto, para un libro. Del departamento de comunicaciones del club blanco me dieron el sí. Pero sólo diez minutos. Era una mesa para cinco. Había que sentarse con James, un empleado de prensa de Gestifute (la empresa de su representante Jorge Mendes), otro de Adidas, la marca de la cual era modelo, un oficial del Madrid y yo. Debían enviarse las preguntas con anticipación para que las revisaran. Y no estaban permitidos varios temas, hablar de Messi, por ejemplo. Preguntitas tontas, superficiales. No, gracias.
Antiguamente, quizás las cosas eran más solemnes, es cierto. Pero, en general, no se violaban códigos. El off the record era sagrado. El protagonista aclaraba: “Te lo digo para vos, por favor no lo publiques” o “no lo pongas en mi boca”, y se cumplía. Hoy es posible que salga un tuit a los diez minutos. Importa más el escándalo que el concepto. En TV está de moda el panelismo, programas donde cinco o seis individuos gritan, se enciman y compiten por la frase más rimbombante, la que pueden levantar las redes y dar unos trozos de fama. Se puede ver a un director de un medio importante vociferando en televisión “No vengas, Messi, ¡no vengas más…!” En España, otro director de un diario deportivo afín al Real Madrid dice ante las cámaras: “A Messi hay que pararlo por lo civil o por lo criminal”. Y no pasa nada. Asistimos a la era del periodismo militante, una de las desvergüenzas de la profesión.
Se ha perdido la opinión en los partidos televisados, el periodista de TV es “concientizado” de que está vendiendo un producto y que debe cuidarlo. Vender partidos es igual a vender zapatos, no se puede decir que los zapatos son feos. También cuidan al presidente de la Federación, porque es quien les adjudica los derechos de televisación. El análisis del juego se centra demasiado en elucubraciones tácticas y en estadísticas, decenas de datos a la norteamericana, de posesión de balón, pases, remates, recuperaciones, que ilustran en parte, pero que no dicen todo, la observación sigue siendo la reina del comentario. Hay que describir el fútbol como un espectáculo global, así será siempre, no solamente si el esquema es 4-4-2 ó 4-3-3.
El periodista escrito se ha versatilizado: escribe, toma fotos, hace videos, sólo le falta barrer y servir café, pero está bien, aprendió.
Los que no cambian son los valores esenciales de la profesión: la ética debe ser sagrada. El que tiene pasión, llega, el que está preparado, llega. La formación, empírica, académica y personal, es decisiva para brillar, trascender y perdurar. Toda libertad tiene límites, incluso la libertad de expresión. Quien tiene objetividad, destaca. Quien entrega un producto noble, se impone. No ser amigo del futbolista o del técnico, compromete la opinión. Ser ecuánime siempre. Jamás hacer una concesión. Nunca perder el rigor. No ceder ante el amiguismo.
Cuando el gran árbitro colombiano Óscar Julián Ruiz iba a comenzar en el referato, su padre, también juez de Primera División, le dio un consejo breve: “Cobre lo que ve”. Vale para el periodismo: diga lo que vio.
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