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Ocurre con los genios: el día que consiguen la hazaña, cualquiera sea, pasan a pertenecerle a la gente. Son más de otros que del espejo. Con Maradona ocurría que su enorme corazón era de sus hijas, Dalma y Giannina; sus millones de los amigotes; su pie izquierdo de cada niño que sin nacer en Argentina se sentía argentino, y a través de su magia quería ser como él. Su imagen pertenecía a los fotógrafos, su rebeldía a los documentalistas y sus goles a los representantes. Ya ni su apellido era suyo: maradonianos habían en Sri Lanka o Afganistán. Diegos Armandos en millones de cunas.
De ese rompecabezas que era Maradona, lo más suyo, o quizá lo único suyo, era la lengua.
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Dos autobiografías -las dos con Daniel Arcucci como intérprete-, una antología -Diego Dijo- de Marcelo Gantman y Andrés Burgo-, y más de 6,020,000 de resultados en Google a la búsqueda “Frases de Maradona”, son una prueba de que a Diego lo conocimos jugando a la pelota -como ninguno en los últimos 40 años- y a Maradona, de Cebollita y a los 60 años, cada vez que tuvo un micrófono delante. No existe deportista en la historia que, apenas con los estudios secundarios hechos, haya editorializado tanto sobre los males que aquejaban al mundo, sobre los conflictos que pasan generaciones, sobre el precio del dólar en EE.UU. Habló como presidente sin ganar ninguna elección, explicó el hambre sin ser embajador de la ONU y construyó un filudo manual de frases notables, ácidas, y muchísimas veces fallidas, sobre lo fatuo y lo noble. Bandera para sus hinchas, carne para sus odiadores. Mucho de este reality en que se convirtió la vida de Maradona post fútbol se lo debe a esa urgencia mundial por una frase nueva que redefina lo bueno y lo malo que le pasaba al fútbol, y a lo que es más importante que el fútbol. Es su culpa, sí, por contestar, pero es toda nuestra por esperar más de un futbolista que del mismo dios.
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Maradona ha muerto y quienes crecimos bajo su influencia no tenemos ya que decir. Un poco porque ahora le corresponderá a la historia juzgar quién fue este hombre que resucitó tantas veces, otro tanto porque todos sus sueños, todas sus pesadillas, las dijo en vida. En esa vida que lo eligió. No como consuelo o pudoroso reclamo, más bien como un recordatorio de que, pese a no querer ser ejemplo para nadie más que para sus hijos, igual lo fue.
Por eso, de las miles de frases que hoy se googlean en la web, he elegido ésta para empezar a contarle a mi hijo quién era Diego Armando Maradona y por qué este luto mundial: “La primera vez que me drogué fue en Europa, en el 82. Tenía 22 años y fue para creerme vivo”. Esa, ya se sabe, no es vida.
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