
Desde la orilla de enfrente
Si tuviera doce años, estaría retorciéndome debajo de la cama con el triunfo de Alianza frente a Boca. Simplemente no soportaría tener que levantarme durante los siguientes dos, tres, cuatro días, ir al colegio y mirar la cara de jolgorio de los hinchas blanquiazules (desde El Topo, como llamábamos al supervisor de disciplina, hasta Pablo, uno de mis mejores amigo de ese entonces, pasando por los profesores de Matemáticas y Geografía, quienes aseguraban ser fundadores de Comando Sur, aunque no se sabían los himnos de paporreta). A esa edad, las emociones son ingobernables, no pueden disimularse, así que a leguas se me notaría la bronca, la incomodidad y, sin duda, la envidia. Pensaría: ¿no se supone que es la U el equipo copero por definición?, ¿no es la U el cuadro peruano que ha escrito las páginas más memorables en la Libertadores frente a clubes argentinos (páginas percudidas, es cierto, pero páginas al fin y al cabo)?, ¿no son cremas los jugadores que en el pasado enmudecieron la Bombonera, como Challe o Cachito Ramírez?, ¿cuánto de ese patrimonio histórico queda ahora desactualizado con la eliminación de Boca en la Libertadores frente al Alianza de Gorosito?
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Si tuviera doce, quince, incluso veinte años, me ardería tanto la hazaña de los íntimos la noche del martes que no confesaría jamás, ante nadie, que, muy en el fondo, quisiera que la U tuviera un zaguero recio como Zambrano y un delantero efectivo como el Pirata Barcos, que cae bien cuando juega y cuando declara a la prensa.
Si tuviera doce o quince o veinte, no dudaría en interrumpir mi feligresía xeneize y desmontar los altares simbólicos levantados a Boca (al que siempre he considerado ‘mi equipo’ en Argentina): descolgaría el afiche de Riquelme de la pared de mi cuarto, le daría de baja a la camiseta azul y oro –con el nombre de Maradona en la espalda– que compré en mi primer viaje a Buenos Aires, y echaría a la papelera el libro de tapa dura que El Gráfico publicó hace años con la historia del club bostero.

Pero ya no soy un adolescente. Tengo casi cincuenta años y, aunque mi hinchaje crema sigue tan ferviente como al inicio, ahora soy capaz de tomar distancia crítica de ciertas pasiones y evaluar las cosas en su justa medida. Por eso me alegro con la victoria del compadre. Después de todo, es un equipo peruano representando al país (antes, cuando Alianza jugaba la Copa, el argumento patriótico me parecía deleznable, hipócrita, no me parecía aplicable al enemigo encarnizado de la U; ahora sí logro ver esa dimensión antes vedada). Además, comparado con Boca, Alianza es un equipo menor, modesto, y es imposible no aplaudir la derrota del gigante a manos del pequeño, la restitución del mito bíblico de David y Goliat.
Por otro lado, si tomamos en cuenta el momento crítico que vive el Perú a todo nivel, es reparador saber que al menos unos cuantos miles de peruanos tendrán una justificación para sonreír y olvidarse de las tragedias nacionales. Además, ya les tocaba a los íntimos alcanzar un logro internacional fuera de casa del cual puedan presumir durante las próximas décadas.
Madurar (o envejecer) también es eso: aplaudir al pesado de tu vecino cuando las cosas les salen bien. Desde esta trinchera aplaudimos la proeza de Alianza; en algún sentido, es también un aliciente, porque si ganamos el próximo clásico, le habremos ganado al equipo que hizo llorar a Boca, y esa inyección moral vale mucho más que tres puntos.
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