Miguel Villegas

Cuando uno piensa en el futbolista clásico de Alianza, no piensa en alguien como Ni en el puesto ni en el juego. Se evoca a los delanteros del Rodillo Negro, se admira a Cubillas, se quiere clonar a Cueto. Ballón, un duro mediocentro de marca, sin la chispa de un Farfán o el carisma de un Barcos, y sin la prensa que a otros les sobra, es un síntoma de esta buena salud con que Alianza termina el año, un futbolista de estos tiempos que obliga a repensar sospecho que se hace cada vez con mayor detenimiento qué perfil se necesita contratar para un plantel, qué tipo de jugador le urge a los equipos protagonistas y qué tipo de líder hace falta si el plan en diciembre es ser campeón.

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“Al final de La Perla nomás. Tú llegas al punto y ahí me llamas”. En setiembre del 2005, Josepmir Ballón era la joven sorpresa de una selección Sub 17 que tenía como banderas a Daniel Chávez —en Bélgica— y a Carlos Zambrano —pronto en Alemania—. Sus movimientos en el mediocampo hacían notar más aún su look de Jackson Five. Parecía un león. Y pegaba. Fui a buscarlo a su casa en el Callao, un sencillo doble piso con puerta enorme de madera, cerrojo y TV grande en la sala, con la intención de saber qué se sentía jugar un mundial. Breve update para centennials: en 2005 Perú no iba a los mundiales, y lo peor, ni siquiera los peleaba. Hablamos largo, con su mamá, sus hermanas, su abuela. Tenía 17 años y con los viáticos de la selección se había comprado una gorrita nueva, una polera Billabong y unas adidas rojas. Nada más le faltaba esa tarde a Ballón. Mientras mi amigo, el fotógrafo Luis Choy (+), le pedía cruzar los brazos para la foto de portada, Josepmir Ballón me dijo, como quien no sabe que hay grabadora: “Yo no sé cómo me vaya a partir de ahora, pero lo único que puedo decirte es que donde me toque me voy a sacar la mier... la mugre por mis compañeros”.

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Josepmir Ballón y familia, en el 2005. FOTO. Luis Choy / Archivo GEC.
Josepmir Ballón y familia, en el 2005. FOTO. Luis Choy / Archivo GEC.

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En 2010, por pasado y presente, Ballón corría con ventaja para el puesto a nivel local. Había jugado un mundial (Sub 17 del 2005), había pasado pruebas en Bélgica cuando era un juvenil y ese año fue fichado por River Plate de Argentina, que todavía no era este todopoderoso campeón de Gallardo pero siempre es River. Allá fue como 5, un volante con físico impecable, buen pie pero poco gol, además de bicampeón en la San Martín. Pero no tuvo chance en Argentina —ese River se caía a pedazos, al punto que poco tiempo después se fue el descenso—, volvió al Perú para salir campeón con Cristal en 2016 y 2018 y en la selección le tocaron puros indiscutidos: Lobatón, Cruzado, Cachito; hoy Tapia y Yotún. Aún así, fue a tres Copa América, jugó 32 partidos con Perú, y 9 de ellos fueron con Ricardo Gareca, acaso, la gestión más exitosa en la selección de los últimos 40 años.

Pero nadie le gritaba en la calle:

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Josepmir Ballón es campeón del fútbol nacional, otra vez. Un año después del desastre que significó el descenso de Alianza, una catástrofe que obliga a repensar proyectos, decisiones, diría que hasta identidades. No solo fue uno de los tres elementos que más jugó (un partido menos que Barcos, que con 28 jornadas estuvo siempre), o el más sacrificado para ser back o medio, según pida la magnitud del partido; fue sobre todo el único futbolista titular de Alianza 2020 que quiso respetar su contrato, empezar de cero y juntar sus propias cenizas para ver si, o por milagro o por trabajo —que a veces es lo mismo— se cumplía el sueño futbolístico de recuperar, cuanto antes, la dignidad.

Y miren lo que pasó. En la foto de los campeones sale él y sale como capitán.

A esos señores, cuando los haya, hay que grabarlos en documental, llevarlos a los colegios y hacerles contratos de por vida.

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