Discrepo con quienes han llamado a los autores de los desmanes en los estadios Alberto Gallardo y Monumental “seudohinchas” o “delincuentes disfrazados de hinchas”. Son hinchas. Digámoslo con todas sus letras. Ya es hora de que los periodistas dejemos de juguetear con el idioma para referirnos a estos sujetos. Las simpatías por un club de fútbol no te hacen inmune a la violencia.
No quiere decir, por supuesto, que todos sean violentos. Esa es una generalización absurda. En mi caso, mi afinidad por Universitario me ha permitido conocer el inmenso y desinteresado trabajo que muchos de sus seguidores realizan por preservar la historia y los valores del club; su apasionado interés por compilar los relatos enmohecidos por los años, en peligro de desaparecer, y su juvenil entusiasmo por crear contenido -a través de cuentos, novelas, reportajes o canciones- para que su cariño por la crema se fortalezca.
Este acercamiento me ha permitido también ser testigo de conmovedoras demostraciones de solidaridad y, en los últimos años, de esfuerzos descomunales para reunir los mejores conocimientos legales, económicos y administrativos para ponerle fin al descalabro que mantiene en el precipicio a la institución.
Lo mismo sucede con hinchas de otros colores. Realizan un trabajo inmenso y maravilloso, invisible al gran público, sin el cual –estoy seguro- algunos de estos clubes hace tiempo que hubieran desaparecido.
Pero existen también los otros, esos que reemplazan sus carencias emocionales por un amor enfermizo, enloquecido. Que han convertido las barras en pandillas, y a través de ritos y códigos retorcidos, se valen de su fanatismo para cometer delitos de todo tipo.
En la lista de los grandes culpables de la destrucción de nuestro fútbol, estos hinchas están en primera fila. No tengo la menor duda. En los tiempos prepandemia, fueron los principales causantes de que el miedo despoblara las tribunas y que tener un estadio en un barrio se convierta en una maldición.
¿Cómo los detenemos? ¿Qué hacemos como sociedad para defendernos? Hasta el momento, la respuesta del Estado ha sido inútil y la de los clubes, cobarde. El asunto no es meramente policial o legal como se esfuerzan en repetir ciertos dirigentes con vocación de Pilatos. No obstante, sigo creyendo que mientras los clubes no asuman alguna responsabilidad por lo que hacen estos salvajes, estos hechos seguirán ocurriendo. A la violencia nunca hay que mirarla de costado.
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