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“Este será el último partido de Champions con Messi en el Camp Nou”, dice Rivaldo sin parpadear, con la misma seguridad de aquel talentoso que se negaba a jugar por la banda en el Barcelona. El ex crack brasileño, que algo conoce al cuadro catalán, no está jugando a ser futurólogo. Es la conclusión de alguien que ha vivido la gloria y la decepción vestido de azulgrana. Fue Balón de Oro en 1999 y al año siguiente ya discutía con su técnico Van Gaal por los cambios obligados de posición. Lionel Messi multiplicó festejos e hizo que la alegría sea sinónimo de eternidad en toda Cataluña. Pero hoy su frustración es evidente. No tiene que gritarlo, no tiene que enfrentarse a nadie. Rivaldo también lo vivió. Su sabiduría es la de alguien que no tiene dudas para avisar que, en Barcelona, lo peor está por venir,
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Hacer el recuento de frases polémicas de Lionel Messi puede demorar menos de un minuto. No es el crack que colecciona polémicas en conferencias como Maradona, tampoco patea botellas de plástico como Zlatan ni increpa entrenadores como Cristiano. Criticó a los dirigentes de la selección argentina en la Copa América 2016, renunció en vivo en ese mismo torneo y el año pasado se paró enfrente de Josep Bartomeu, al no poder irse del Barcelona. Sus molestias son distintas con algunos síntomas repetidos. Elige el silencio, con la mirada a veces perdida y luego sorprende con una decisión radical. El rostro de Lionel después de la goleada ante el PSG lo conocemos muy bien. Es una figurita repetida. Este Diario le ha seguido los pasos en algunos momentos estelares de su carrera y podemos identificar dos frustraciones enormes que tuvieron como consecuencia una medida extrema.
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-Se mira, pero no se toca-
El estadio Maracaná es un museo futbolístico en ebullición. Sus rincones transpiran historia, sus butacas se vuelven sísmicas con cada eco de euforia futbolística. En su inmensidad, todos nos hacemos más pequeños. Y si es una final de Mundial de Fútbol, todo crece a ritmo exponencial.
Si no eres periodista de un país mundialista siempre tendrás un lugar intermedio. Nunca de privilegio. Y peor aún, si quieres ver los partidos decisivos de una Copa del Mundo. Los momentos trascendentes de Messi en el estadio de Río lo vimos con distancia microscópica. Nunca fue tan ‘Pulga’ para quienes queríamos seguir sus pasos.
Tan lejos y a la vez cerca. Con la obligación de ser testigos con la máxima precisión. Y nuestra definición de aquel Messi después del Mundial Brasil 2014, después del gol Goetze, después del premio individual a mejor jugador del torneo, es la de un Lionel paralizado. Sin la mínima idea de las consecuencias de un fracaso, con el estado de shock de quien no sabe qué pasará en el día después.
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Ese Messi que vimos, desde varias tribunas de prensa en el Mundial brasileño, sí fue maradoniano. Fue determinante en todos los partidos. Contra Bosnia, Irán, Suiza, Bélgica y Holanda. Y no fue un ’10′ ausente en la final. A veces olvidamos que Argentina fue creciendo en cada jornada y que Alemania llegó en el momento cumbre de una obra que acumulaba más de diez años de trabajo. El equipo de Sabella compitió, obligó al tiempo extra y hasta se quedó cerca del grito ganador con las jugadas de Higuaín y Palacio. Eso también lo supo Lionel y por eso, al final de ese torneo, se quedó contemplando la Copa del Mundo. Habrá sido un amago de despedida, el desapego de una ilusión, pero también la promesa de cambiar para pensar en un futuro mejor.
Después del Mundial de Brasil, Messi hizo dieta con un especialista italiano, se cortó el cabello y buscó nuevas sociedades. Con Neymar y Suárez volvió a ganar una Champions y se llevó otro Balón de Oro. Desde la adversidad, vino un cambio (y así ha sido siempre para él).
-Olvidar sus “Líos”-
Siempre que perdió algo importante, Lionel Messi apostó por un importante cambio de apariencia. Cada conversión para él es una manera de comenzar desde cero y buscar revanchas. En el cierre de la Copa América Centenario del 2016, que pudimos cubrir desde una butaca de prensa, no solo perdió otra final ante Chile sino que falló el primer penal de la definición.
Para ese tiempo se había dejado crecer una barba casi bíblica. El derrumbe es secuencial: dispara el penal a las tribunas, comienza tapándose el rostro con su camiseta, continúa con las manos apoyadas en el banco y el primer amago de sollozo. Camina unos metros, lo abrazan Agüero y Lavezzi, algo le dice el chileno Díaz. Lionel ya no puede más. Llora. Llora como si ese desahogo viniera desde ese gol de Goetze en el Maracaná. Llora como pidiendo que por esa noche de junio del 2016, dejara de ser él mismo. Para alguien tan competitivo como Messi, perder una final es el mejor pretexto para intentar ser otro.
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En aquel 26 de junio del 2016, la sala de prensa del estadio Metlife se desbordaba. Volaban por todos lados papeles con las estadísticas del partido, los pasadizos se congestionaban con periodistas apurados por alguna entrevista en caliente. Los reporteros radiales incendiaban las emociones en todos los idiomas y hacían un coro incomprensible de euforia deportiva. Como si el fútbol ya tuviera mucho de monetario, esos minutos después del triunfo chileno hacían ver esta zona del estadio como una bolsa de valores en estado de emergencia.
El bullicio se interrumpió cuando desde la zona mixta se escuchó que Lionel Messi había renunciado a la selección argentina. “Se terminó, la selección, no es para mí”. Se multiplicaron los reportes, las agencias de noticias agilizaron el ritmo, las portadas sufrieron cambios de últimos minuto. Esa noche en el Metlife, el personal de limpieza del estadio acabó su trabajo a la una de la mañana, mientras que los periodistas que estábamos allí volvimos a nuestros hospedajes a menos de dos horas para el amanecer.
Fue largo el silencio de Lionel Messi, hasta que dos meses después subió una foto a su cuenta de Instagram donde aparecía con la misma barba, pero con el cabello rubio, una camiseta de los Chicago Bulls y su perro Hulk. Tres millones de likes. Desde los programas más sintonizados de la televisión argentina, se le pedía volver a Messi. Hasta el nuevo técnico, Edgardo Bauza, viajó a Barcelona para conversar con él. Leo regresó rubio, con barba e ilusiones. Era otro.

“Me teñí el cabello porque es una forma de comenzar de cero. Venía de muchos líos con cosas que habían pasado y me dije que era hora de romper con eso”, le respondió más calmado Lionel Messi al imitador argentino Miguel Rodríguez, en la sala de entrevistas del complejo de la AFA en Ezeiza, tres meses después de esa pesadilla en Estados Unidos. Cada transformación llegó después de una dura caída, cada cambio fue para Messi una manera de dejar atrás a algún Lío.
Con seis Balones de Oro, 33 años, un océano de títulos e infinidad de marcas registradas, Messi ha entendido que su principal adversario no es Cristiano, sino él mismo. Competir con lo que fue, buscar mejores presentes que pasados. Cambiar de ‘look’ fue también dejar atrás cada una de sus versiones y buscar alguna que sea más fuerte, más hábil, más ganadora y más líder. El único cambio que todavía no ha probado, es el cambio de camiseta. Su fastidio después de la goleada del PSG fue silencioso, pero dice mucho. No hay que ser Rivaldo ni un adivino para saber que Messi, después de miles portadas felices, terminará siendo para el Barcelona una mala noticia.
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