El día que Roberto 'Mano de Piedra' Durán colgó los guantes. (Foto: Agencias)
El día que Roberto 'Mano de Piedra' Durán colgó los guantes. (Foto: Agencias)
Ricardo Montoya

“Esta va a ser una pelea de violencia, tirando para muerte”. Las cámaras de “El rincón del box” atestiguaban en las palabras de Roberto Durán toda su furia contenida. ‘Mano de Piedra’ no era un habitué de las palabras diplomáticas, decía lo que sentía y allá por los años 80, el fuego de su discurso inflamaba la previa de un desafío imposible: convertirse en el primer hombre capaz de derrotar a Sugar Ray Leonard, el campeón mundial invicto de peso welter.

“Anda a dormir que mañana tienes colegio”. El trato con los padres era simple. Si uno quería ver alguna de las grandes peleas debía, obligatoriamente, hacer una siesta para estar lúcido a la mañana siguiente en la escuela.

El menú solía ser de primera. Es que no se trataba únicamente de la calidad indiscutible de los combatientes sino también de sus personalidades variopintas. Sobraba talento en cada peso y los duelos entre los mejores eran moneda común. Por aquellos tiempos, únicamente dos entidades regían el pugilismo y para ser campeón del mundo había que ser verdaderamente bueno. A veces la asociación y el consejo, los organismos que gobernaban el boxeo, unificaban sus títulos obsequiándonos veladas inolvidables.

Era una época magnífica. En los welters, por ejemplo, hubo un momento en que la categoría era habitada por leyendas: Leonard, Durán, Thomas Hearns, Wilfredo Benítez y Pipino Cuevas. Y si uno se animaba a mirar para abajo, se encontraba al ‘Halcón’ Pryor, una tromba sobre el ring, al nicaragüense Alexis Argüello, a ‘Sal’ Sánchez, a Bobby Chacón, a Wilfredo ‘Bazooka’ Gómez, al estilista Eusebio Pedroza, al irlandés Barry McGuigan o al macizo gallo mexicano Lupe Pintor. A diferencia de los 70 en que los pesos grandes acaparaban a las figuras más emblemáticas del cuadrilátero, como Ali, Frazier y Foreman en los pesados o Carlos Monzón en el universo de los medianos, la década siguiente acumulaba sus tesoros en un enorme caudal de púgiles más ligeros, pero valientes y talentosos. Solo el fornido Marvin Hagler en medio y el detestable pero eficiente Larry Holmes en la categoría máxima sacaban cara por los púgiles de kilaje alto. Luego todo les pertenecía a los chicos, que además no ponían tantas exigencias económicas para enfrentarse entre sí. Por aquellos años dorados, el boxeo, casi cada fin de semana, ofrecía una sensación de incertidumbre, de placer y de entrega que no se puede explicar con facilidad.

Cuesta aceptar que los tiempos han cambiado. Que nada es como supo ser. Ahora la adrenalina que destilaba antes en la ciencia del pugilismo la buscan las nuevas generaciones en las artes marciales mixtas. Los jóvenes de este siglo no encuentran más a un Durán desafiante que se salta dos categorías y cumple su promesa de batir al fabuloso Leonard en Montreal. Apenas Golovkin y ‘Canelo’ Álvarez, fortísimos pero rectilíneos y predecibles, ofrecen un poco de intensidad ante el soponcio generalizado de los boxeadores de hoy. Ya no existen ídolos que desde su personalidad y talento nos recuerden que el pugilismo posee una cadencia, una estrategia y un diseño emocional de largo aliento que no tienen estas noches vertiginosas, pero sin alma de la UFC de nuestros días.

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