(Foto: El Comercio)
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Sandro Fuentes

Persuadir, convencer al ciudadano que de verdad lo sea; es decir, que cumpla con sus deberes para poder exigir sus derechos, es un asunto de constancia, de empeño que no se debe abandonar. No hay que creerse el cuento de que la es un asunto tributario, cuando en realidad es una conducta socialmente disfuncional, disruptiva y contraria a la ley por antonomasia.

El Estado, mejor dicho, su organización burocrática, es el mejor ejemplo de la inconstancia. Las estadísticas de la “economía subterránea”, “sector no estructurado”, “economía alternativa”, y cuanto eufemismo se ha inventado, no dejan lugar a dudas: el crecimiento de este flagelo ha sido exponencial en las últimas décadas.

Por eso, la firme intención del primer ministro Zavala de elevar la presión tributaria o cuando menos revertir su muy preocupante deterioro es de verdad una intención válida y plausible. No hay cómo no apoyarla, sobre todo porque esa es la conclusión después de advertir, sin llegar a una palinodia, que los cambios tributarios del último año no solo no rindieron los frutos esperados sino al revés.

Entonces, si la informalidad permanece intocada, hay que reconocer que los grados de libertad del Gobierno para alcanzar este cometido son muy reducidos, descartada (suponemos) una indeseada subida de tasas impositivas, aplicable solo al 35% de la economía.

Si gracias al esperado diálogo de PPK y la Sra. Keiko Fujimori ha renacido la búsqueda del consenso político, sería estupendo que se ponga en la agenda este tema de la informalidad, que hace tiempo es un asunto de política y no tecnocrático.

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