Alberto Fujimori
Alberto Fujimori
Gonzalo Carranza

Escribo esta columna luego de conversar por un buen rato con un empresario, a ratos ilusionado, a ratos desencantado. Luego de años como ejecutivo, al retirarse decidió concretar un negocio en el interior del país con el que su familia había soñado por mucho tiempo. Un lustro después de arrancar con el proyecto, se entusiasma porque siente que, por fin, está cerca de iniciar operaciones.

Lo que percibo que le decepciona es narrar el proceso que ha debido transitar, lleno de trámites y decisiones arbitrarias por parte de pequeños funcionarios engrandecidos por su cuota de poder.

No solo ha sido agotador en lo personal, sino que también le ha costado capital. “Cuando se lo cuento a otros amigos empresarios, no se sorprenden”, me dice. “Los funcionarios se creen reyezuelos allí donde tienen discrecionalidad”, agrega.

Es muy probable que otro empresario, con menos ahorros o más obligaciones, no hubiese sobrevivido el desgaste financiero de tener que desarrollar en cinco años lo que podría haberse construido en dos.

Por supuesto, también es muy probable que otra persona hubiese tomado el camino más fácil: ante instituciones fallidas, nada más eficaz que voltearlas a tu favor con una coima, una prebenda o una contraprestación.

Y existiría un argumento para intentar justificarlo: con esa ‘pequeña falta’, tan generalizada en nuestro país, el empresario podría haber abierto su negocio mucho más rápido, generando empleo, pagando impuestos y aportando al crecimiento económico.

Para ese argumento, poco importa que su ‘pequeña falta’ contribuyera a minar aun más la institucionalidad fallida del país. Por una décima de punto del PBI, todo vale. Y, por eso, seguramente sonará deleznable.

Muchas personas han justificado los crímenes (ni errores ni excesos: delitos) del gobierno de Alberto Fujimori por el crecimiento que el país tuvo durante algunos años o por las reformas que emprendió al inicio.

La misma premisa han seguido otros para aplaudir el muy irregular indulto otorgado a Fujimori por el presidente Kuczynski hace unos días: si abona a la gobernabilidad y, con ello, a impulsar el crecimiento, poco importan las críticas.

Creo (quiero creer) que, en su mayoría, ni unos ni otros justificarían, en cambio, al empresario que pagaría la coima para no tener problemas en abrir su negocio. Sin embargo, caen en el mismo argumento justificador: el crecimiento es un bien mayor, y poco vale lo que uno se lleve de encuentro para obtenerlo.

El argumento deleznable en el caso micro, aquel del empresario, su negocio y el funcionario de turno se vuelve sorprendentemente apetecible cuando se trata del presidente buscando la supervivencia de su gestión y un mejor escenario para gobernar a través de una prebenda, sobre cuyo trámite el Ejecutivo mintió reiteradamente.

Existen valores mayores que la décima de punto porcentual del PBI del próximo año. Y no lo son solo por un romántico espíritu republicano, sino porque está comprobado que tienen un impacto directo en el crecimiento de largo plazo y, por tanto, en el progreso y en el desarrollo. Son las instituciones, la confianza, la ética, el capital social. Todos ellos han sido dañados, una y otra vez, en los últimos días. No hay justificación que valga.

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