(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
Redacción EC

Si la ya era una variable a seguir para evaluar el desarrollo del Perú, el Caso le ha dado recientemente un merecido grado de urgencia en la agenda pública. Es en este contexto que Diego Macera, un economista destacado al que le guardo mucho respeto, escribió hace poco en estas páginas (“Los incorruptibles”) planteando que el exceso de es una fuente de corrupción en el Perú.

Me permito discrepar. Y no lo hago porque un exceso de regulación no genere espacios para mayor corrupción, sino porque se está poniendo énfasis en el lugar equivocado. Arranquemos por la conclusión: el único permiso, arancel o impuesto incorruptible es aquel que no existe. Esto puede ser cierto, pero no es correcto, es tautológico.

Eliminar regulaciones y permisos reduce la corrupción de la misma forma en que eliminar reglas de tránsito reduce el número de infracciones al manejar. Eliminar una regla para evitar su infracción es una lógica perversa cuando es llevada al extremo. En el caso anterior, por ejemplo, existe un consenso significativo sobre la necesidad de tener reglas de tránsito, incluso cuando una que otra puede parecernos inadecuada. Por esa razón, si acaso existe una regla que debe modificarse, esta debe debatirse sobre la base de sus propios méritos, y no por temor a que la misma genere multas.

El mismo razonamiento aplica en muchos otros casos. Existen varias razones para promover la eliminación de aranceles, entre ellas la generación de mayor eficiencia económica, pero evitar el contrabando no es una de ellas. Eliminar aranceles para evitar el contrabando sería como eliminar impuestos para evitar la evasión: en ambos casos el Estado abandona cualquier intento por aplicar sus propias leyes y reglas.

La corrupción no es un caso de malas reglas de las que se abusa —toda regla, buena o mala, puede ser explotada de manera perversa—, sino de incapacidad para aplicar las reglas. Por lo tanto, la lucha contra la corrupción no requiere de menos Estado (ni tampoco de más Estado), sino de mejor Estado. Es una cuestión de calidad y no de cantidad.

Finalmente, la ley no siempre hace al corrupto, sino que muchas veces es al revés. Macera cita la experiencia peruana con empresas públicas, tipo de cambio diferenciado y tablas de aranceles, destacando que estas fueron aprovechadas para el lucro de las autoridades en los años setenta y ochenta. En muchos de estos casos, sin embargo, no se trata de regulaciones que ya existían y que luego fueron explotadas por funcionarios corruptos, sino de funcionarios corruptos que crearon esquemas de los cuales podían sacar provecho personal.

Lo mismo ocurre hoy en Venezuela, por cierto: no es el socialismo del siglo XXI el que ha creado las subastas de dólares, sino el interés por enriquecer a la gente cercana al régimen de Maduro. Por eso la lucha contra la corrupción no pasa tanto por la simplificación administrativa (una buena medida, pero por razones distintas), sino por un sistema de justicia más independiente y sólido. Esa es una tarea pendiente que resulta mucho más urgente.

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