Alberto Fujimori fue condenado por la justicia peruana en 2009 a 25 años de cárcel por la autoría mediata de las matanzas de La Cantuta y Barrios Altos. Hace dos semanas fue indultado. (Foto: EFE)
Alberto Fujimori fue condenado por la justicia peruana en 2009 a 25 años de cárcel por la autoría mediata de las matanzas de La Cantuta y Barrios Altos. Hace dos semanas fue indultado. (Foto: EFE)
Redacción EC

Esta columna no es el espacio correcto para debatir la legitimidad del ni su impacto sobre el ‘juego de tronos’ que es ahora la democracia peruana. Sin embargo, tanto el indulto como el frustrado proceso de que le antecedió tienen repercusiones institucionales potencialmente traumáticas, y por ello bastante profundas para la economía en el largo plazo.

Es preocupante que varios de aquellos que durante la última década han insistido sobre ‘’ han tolerado cómo el Legislativo y el Ejecutivo, en momentos distintos pero sucesivos, se tiraban abajo la misma cada uno de un zarpazo.

Esto es un error. Correcto o no el indulto, es un hecho objetivo que el proceso para su aprobación fue irregular. Del mismo modo, justificada o no la vacancia, la vaguedad de las causales reflejaba un interés transaccional (rédito político a costa de un rival) más que institucional (lucha anticorrupción).

Ese manejo ‘desprolijo’, por utilizar un término presidencial de moda, de dos temas tan delicados (indulto y vacancia) ha pulverizado la confianza en las autoridades –un componente esencial para desarrollar instituciones–.

La institucionalidad que algunos líderes de opinión promovían, lo vemos ahora, era ‘bamba’.

La ‘institucionalidad bamba’ consiste en el discurso que reduce las instituciones solamente al clima de negocios y los derechos de propiedad. Esta visión, que resulta una suerte de Consenso de Washington 2.0, obvia que las instituciones consisten tanto de reglas como de la capacidad para implementarlas.

Así, lejos de consolidar la capacidad del Estado para aplicar sus propias normas, tanto el gobierno como la oposición la han torpedeado. Los efectos de esta incapacidad son evidentes cuando uno revisa la percepción de riesgo que genera el Perú. Nuestro riesgo-país no es alto, pero no es lo bajo que debería si solo nos detuviéramos en el manejo macroeconómico.

Por el contrario, un factor que empuja al alza el riesgo según los inversionistas es la percepción, aparentemente justificada, de que en el Perú puede pasar de todo.

De hecho, resulta irónico que un gobierno que aplicó un ajuste fiscal desmedido supuestamente para proteger la calificación crediticia del Perú sea el mismo que ha consolidado una de sus principales debilidades.

La decisión de comprometer la renuncia de los vicepresidentes en caso de que se materializara la vacancia es un claro ejemplo. Priorizando la supervivencia política de una persona, el gobierno les dijo a los inversionistas que las reglas de sucesión presidencial son letra muerta en el Perú.

Un grave error, pues a los inversionistas extranjeros no les preocupará el destino personal del presidente, sino la posibilidad de elecciones antes de lo previsto, pues aunque nuestras reglas dicen una cosa la realidad siempre es distinta.

¿Qué ha ganado entonces el Perú con todo esto? Algunos guardan la esperanza de que el reacomodo político en marcha permita aprobar reformas (entre ellas la laboral, que yo mismo he defendido en estas páginas).

Lo dudo mucho. Las reformas que requieren de intercambios de favores antes que de verdaderos consensos, como la institucionalidad que las engendra, también son ‘bamba’.

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