(Foto: El Comercio)
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Carlos Ganoza

Hay eventos que tienen un impacto en el desarrollo económico muchísimo mayor que la cancelación de un megaproyecto , pero causan poca alarma.

La semana pasada ocurrió uno de ellos. El aprobó una modificación a su reglamento que cambia las reglas bajo las cuales el Ejecutivo puede hacer , impidiendo que la presente frente a la censura de un ministro o la aprobación de una norma, y limitando los casos en los que el Ejecutivo está facultado para cerrar el Congreso.

El Congreso está cambiando las reglas constitucionales de equilibrio de poderes a su favor y en contra del Ejecutivo, y peor aún, lo ha hecho sin el procedimiento requerido para una modificación constitucional, e incluso saltándose el trámite para la aprobación de una norma ordinaria: sin dictamen previo de las comisiones correspondientes, y con muy poca discusión.

Así como la predictibilidad de las reglas de juego es una condición indispensable para la actividad empresarial, también lo es para el desarrollo del país. Es imposible imaginar una adquisición, compra de activos o acuerdo comercial bajo el riesgo de que la otra parte en cualquier momento interprete de manera antojadiza el acuerdo a su favor, y no haya tribunal arbitral ni corte independiente a la que se pueda recurrir.

Lo mismo ocurre en el Estado. Las políticas públicas requieren coordinación y negociación entre actores políticos y poderes del Estado. Esa coordinación y negociación se plasma en normas. Si el día de mañana el grupo con poder puede desconocer esos acuerdos a su antojo, la acción pública se torna impredecible. No hay proyecto de inversión o reforma que esté a salvo. Cualquier asociación público-privada, que toma años en gestarse, estaría a merced de un Congreso con una mayoría a la que no le gusta el contrato.

Empresarios y economistas nos quejamos por el activismo desmedido del en el 2001, que fue mucho más allá de lo que establece la Constitución para introducir la nulidad del despido arbitrario, presumiblemente motivado por consideraciones políticas. Pero lo que está ocurriendo ahora es aun más grave, porque si hoy la mayoría parlamentaria puede modificar con tanta ligereza la Constitución en un aspecto tan fundamental como el equilibrio entre poderes, cualquier otra cosa es pan comido.

¿La Constitución no le da iniciativa de gasto al Congreso? Qué importa, ellos ahora hacen las reglas. ¿La Constitución le da un rol subsidiario al Estado? No si el Congreso decide que toca una nueva empresa pública.

Esto no sería un problema tan alarmante si el Tribunal Constitucional fuese una institución con solidez y legitimidad fuera de dudas, y pudiese rápidamente poner en orden a un Congreso que se extralimita. Pero no nos hemos preocupado de que sea así. Si no nos esforzamos más por fortalecer y defender nuestra débil institucionalidad, estamos condenados a ser un país cada vez más impredecible.

A aquellos que con cinismo prefieren mantenerse al margen de estos temas cabe advertirles, parafraseando el poema de Niemöller, que si seguimos así quizá cuando les cambien las reglas a ellos ya no quede nadie más para protestar.

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