(Foto: El Comercio)
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Redacción EC

Durante el 2018, hemos visto la presentación o aprobación de medidas y proyectos de corte populista. Todos ellos tienen una estructura común: le ofrecen al una falsa idea de protección, generan expectativa sobre un supuesto beneficio y seleccionan o crean un enemigo común. De esta manera, el populismo seduce a la opinión pública, se mantiene vigente y goza de buena salud. 

El punto de partida de la psicología populista es la supuesta debilidad del consumidor para tomar decisiones racionales. Efectivamente, un consumidor no tomará decisiones adecuadas si no cuenta con información. Pero un consumidor informado es “criptonita” para el “hacedor populista”, que no podrá activar los “super poderes” para dictaminar qué es bueno o malo. 

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En otras palabras, la fuente de poder del populismo radica en la ignorancia del consumidor y esto explica, por ejemplo, la feroz oposición a incorporar un etiquetado informativo en la Ley de Alimentación Saludable (por ejemplo, incluir un octógono verde) o la imposición del cobro por minuto en los estacionamientos. En el caso de los famosos octógonos, en Chile, a dos años de la implementación del modelo que estamos copiando, el consumo de golosinas no ha disminuido; mientras que en el caso de los parqueos -como era previsible- se ha producido un alza de tarifas, inclusive antes que esté vigente la bienintencionada ley. 

Este sesgo proteccionista no es exclusivo del Congreso. En el sector telecomunicaciones, por ejemplo, está en discusión una propuesta del regulador que en la práctica restringe las ofertas de paquetes de servicios (móviles, cable, internet), para corregir un problema de asimetría informativa, generado por la gran dispersión de ofertas de planes tarifarios. Si se quiere promover que el consumidor acceda a los planes más baratos, no prohibamos promociones con tarifas diferenciadas, encontremos la forma que los operadores informen de la mejor manera las actualizaciones de sus tarifas. 

El siguiente argumento de seducción es la “propuesta que nadie podrá rechazar”. Y a quién no le gustaría que no le cobren el estacionamiento en los centros comerciales o no existan peajes cuando salimos al sur, o nos permitan ingresar nuestra canchita en el cine. Obviamente, lo que no nos dicen es que todos estos bienes y servicios tienen un costo que alguien tiene que pagar. Y finalmente, los pagamos los consumidores, sea en el ticket de entrada en el cine o pagando el mismo precio por una menor calidad. 

El debilitamiento del consumidor y la promesa de lo gratuito se complementan con el principio del enemigo común, papel que normalmente se le endilga –con o sin razón– al proveedor. En vez de buscar un alineamiento de intereses entre el consumidor y los proveedores, se busca la confrontación permanente, que justifique el rol Estado para compensar el “poder abusivo” de las empresas. 

De este modo, los populistas justifican la reiteración en medidas de demostrada ineficacia como, por ejemplo, el control de precios en los medicamentos. En este caso, la receta técnica apunta hacia una combinación de más información de precios, herramientas de transparencia en los procesos de compras públicas y mecanismos efectivos para denunciar y sancionar malas prácticas de mercado. Pero esta receta no da votos ni justifica la presencia de un funcionario con super poderes y cero efectividad.

En todos los casos expuestos, los consumidores salimos perjudicados, de manera directa o indirecta. Evitemos caer en la seducción del populista, quien -por cierto- nunca paga la cuenta y vive a expensas de nuestros impuestos.