Esto parece un cuento repetido. Como si todo volviese a ocurrir cada cinco años, las campañas llevan a los candidatos a decir cualquier cosa que el público de turno quiera escuchar. Incluso en aquellos temas sobre los que no han pensado mucho, cualquier promesa aguanta mientras suene mejor que la del adversario.
La retórica política no distingue ideologías. Sin verdadera rendición de cuentas, una vez en el gobierno ningún político se preocupa de que se cumpla lo que prometieron en campaña. Y si nadie se acuerda del plan de gobierno, mejor.
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Qué mejor evidencia que los últimos veinte años. Dos décadas atrás, el entonces candidato Alejandro Toledo hacía matemáticas en sus entrevistas para explicar cómo reduciría el IGV de 18% a 16%. Incluso argumentaba que lo haría en dos etapas y afirmaba que lo bajaría “al 17% en los primeros cien días” de gobierno.
¿Y qué pasó después? En el 2003 se subió el IGV a 19% y el exmandatario hoy prófugo de la justicia dijo en su mensaje por Fiestas Patrias que asumía la responsabilidad. El Ejecutivo explicaba también que sería una medida transitoria para reducir el déficit, aunque esta duró mucho más que ese gobierno.
Para la campaña siguiente, un renovado Alan García mostraba su desconfianza al tratado de libre comercio con Estados Unidos que iba a ser ratificado en el Congreso. Acusaba al gobierno de no haber informado lo suficiente sobre el tema y en sus mítines prometía defender a los agricultores y renegociarlo para atender mejor los intereses de los campesinos locales.
Una vez en el Ejecutivo, no solamente lo implementó, sino que pasó a destacar constantemente sus múltiples beneficios. Apuntó incluso a otros mercados y dedicó su gobierno a promover otros acuerdos (lo que implicó un viraje positivo). Del candidato que miraba con recelo el libre mercado no quedaba ni rastro para el 2010.
Luego en el 2011 vino Ollanta Humala con el eslogan “¡por un gas más barato para todos!”. El nacionalista prometía que en un eventual gobierno suyo el balón costaría S/12. Eso, por supuesto, tampoco ocurrió.
Para el 2014, Humala había entendido que en una economía de mercado no podía controlar los precios. Entonces afirmó: “el precio del balón de gas no lo maneja el gobierno […]. El Estado no puede obligar a una empresa a que baje el precio”.
Con el candidato Pedro Pablo Kuczynski pasó lo mismo. En la campaña del 2016, PPK prometía bajar el IGV un punto cada año hasta llegar al 15%. Respecto a la informalidad, estaba convencido de que la dejaría en 30%. Como es historia reciente, es fácil recordar que nada de eso se cumplió.
Luego llegó Martín Vizcarra y actuó como si el plan de gobierno que lo había llevado a Palacio no existiera. Funcionó como si fuera un partido completamente distinto.
Con ese precedente, perdonarán mi escepticismo. Pero cuando escucho a los candidatos soltar propuestas sin sustento como que reducirán la pobreza monetaria a 15% (Forsyth), que crearán cinco millones de empleos (Lescano), que reducirán la informalidad laboral en 20 puntos porcentuales (Mendoza) o que realizarán 80.000 pruebas moleculares diarias (Fuerza Popular), no les creo.
Seguramente en cinco años, cuando nada de eso se cumpla, siempre habrá un Congreso fragmentado que no dejó trabajar, una crisis que obligó a distraer esfuerzos o una maraña burocrática que no permitió progresar. El problema nunca será una propuesta que nació mal sustentada.
La experiencia debería habernos enseñado que saber ‘qué’ planean hacer los candidatos es tan importante como preguntarse ‘cómo’ lo lograrán (y si en verdad lo podrán hacer). Porque de promesas falsas y objetivos olvidados, ya hemos tenido bastante.
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