La neurociencia ha intentado entender el funcionamiento del cerebro de los criminales, terroristas, delincuentes y demás. Lo que se sabe hasta el momento es que no son personas con enfermedad mental alguna. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
La neurociencia ha intentado entender el funcionamiento del cerebro de los criminales, terroristas, delincuentes y demás. Lo que se sabe hasta el momento es que no son personas con enfermedad mental alguna. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)

Si lo pensamos bien, que sea un canal que este 2021 cumple 25 años al aire dedicado a emitir las 24 horas historias de crímenes, es, digamos, escalofriante. Entre historias criminales de siglos pasados y otros tantos contemporáneos, parece que el canal no se quedará sin material nunca. Ayer, viendo uno de sus capítulos, escuché a una mujer decir: “lo que más me asustó al descubrir que mi hermano era un asesino, fue darme cuenta de que cualquier puede serlo”.

Pero, ¿realmente cualquiera puede ser un asesino? Hay suficiente evidencia para responder que sí, y que para serlo no es necesario tener una personalidad psicopática.

La ‘sana’ maldad

Otro motivo para embarcarnos en este tema tiene que ver con la muerte del líder terrorista Abimael Guzmán. El repudio que este nombre genera en las y los peruanos es innegable, tal como puede suceder con otros personajes como Hitler u Osama Bin Laden. Todos ellos son cabezas de grupos que hicieron de la muerte y el exterminio de inocentes, su bandera. La dimensión del daño que personajes como estos han generado en el mundo ha hecho que más de uno se pregunte, “¿qué tiene esta gente en la cabeza?”.L

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En el libro El cerebro del futuro (Planeta, 2018), el neurocientífico y neurólogo argentino Facundo Manes y el profesor de semiología Mateo Niro, escriben: “En principio, debemos aclarar que las personas que realizan actos terroristas son muy heterogéneas entre sí; esto, en parte, contribuye a que no haya una única teoría que dé cuenta de todas las manifestaciones del terrorismo. A diferencia de lo que suele creerse, las investigaciones señalan que la gran mayoría de ellos no padece enfermedades mentales. Es decir, no se trata de psicópatas, ni sociópatas, ni sádicos, ni psicóticos, ni tienen un trastorno antisocial de la personalidad. Por el contrario, los datos relevados en numerosas entrevistas y evaluaciones sugieren que se trata de personas racionales que saben y creen en lo que hacen, que evalúan los costos y beneficios de sus actos y en un contexto particular deciden que el terrorismo es una opción”.

Carlos Flores Galindo, profesor de la UARM y psicoanalista lacaniano, señala al respecto: “el ser humano es capaz de hacer cosas terribles, y el terrorismo es terrible, pero no es, en ningún caso, una enfermedad mental”. Pero, para saciar la curiosidad, ¿podemos saber si personas como Guzmán o Hitler fueron psicópatas?

Abimael Guzmán Reynoso fue detenido el año 1992. (Foto GEC Archivo Histórico)
Abimael Guzmán Reynoso fue detenido el año 1992. (Foto GEC Archivo Histórico)
/ FOTO ARCHIVO GESAC

Sobre el primero, Flores Galindo dice: “Aunque puedo decir que presenta rasgos psicopáticos, como el desdén absoluto que presentaba por la vida humana, no me atrevería a afirmar que fue un psicópata, porque no tengo todos los elementos necesarios para hacerlo. Además, estaría seguro que es imposible que Sendero sea una organización compuesta solo por psicópatas. Los senderistas son personas que estaban conscientes de lo que hacían, no eran enfermos”.

Sobre Adolf Hitler, podemos leer a Ron Rosenbaum en el libro Explicar a Hitler. Los orígenes de su maldad (RBA, 1998), quien señala: “es más tranquilizador ver a Hitler como un pervertido. Eso permite desvanecer sus crímenes públicos explicándolos como causados por su patología privada, por su anormalidad, por una psique que no era ‘normal’, que no era similar a la nuestra, cuya oscuridad no tenemos que reconocer como afín a la nuestra en forma alguna. Paradójicamente, puede ser mucho más perturbador encontrar a Hitler ‘normal’, porque eso da la impresión de que hay algo de nosotros en él. O peor: algo de él en nosotros”.

La búsqueda del origen

En el libro El efecto Lucifer. El porqué de la maldad (Planeta, 2007), el psicólogo y profesor emérito de la Universidad de Standford, Philip Zimbardo, señala que la maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre.

Hitler tomaba bebida mexicana "pulque" para ser eterno
Hitler tomaba bebida mexicana "pulque" para ser eterno

En ese sentido, Zimbardo anota que preferimos entender que existe un abismo insalvable entre las personas buenas y las personas malas, por dos razones. La primera tiene que ver con la creación de una lógica binaria que esencializa el mal y lo convierte en una cualidad inherente a unas personas y no a otras. La segunda —continúa el autor—, se refiere a que mantener la dicotomía entre el bien y el mal exime de responsabilidad a los ‘buenos’. “Tres mil años de literatura nos han enseñado que ninguna persona o Estado es incapaz de actuar con maldad”, señala.

“Decirles locos o enfermos a las personas ‘malas’ no es saludable. Al categorizarlos de esa manera, ‘zanjamos’ el problema de entender por qué esas personas se comportan como lo hacen, lo que nos permite pensar que el mundo está ordenado y que todo aquel que no sigue mi forma de pensar, todo aquel que no hace las cosas como yo lo haría, está loco. Entonces puedo meter a todos los locos al manicomio o a la cárcel y ahí se resuelve todo. Le dices loco al que no entiendes, y dejas de pensar y cuando dejas de pensar renuncias a entender lo que está pasando en toda su dimensión”, añade Flores Galindo.

Las adhesiones

Philip Zimbardo, en su libro, cuenta la siguiente historia: “el periodista francés Jean Hatzfel entrevistó a diez miembros de la milicia hutu que hoy se encuentran en prisión por haber asesinado a golpes de machete a miles de civiles tutsis. Los testimonios de estos hombres —la mayoría de ellos agricultores y religiosos practicantes— son escalofriantes por la descripción que hacen, con toda naturalidad y sin remordimiento alguno, de aquella crueldad inconcebible. Sus palabras nos obligan una y otra vez a afrontar lo inimaginable: que el ser humano es capaz de renunciar por completo a su humanidad por una ideología irreflexiva, de cumplir hasta el exceso las órdenes de unas autoridades carismáticas de que destruya a todo aquel al que etiqueten como enemigo”.

Para entender estas adhesiones podemos ver los resultados de un estudio liderado por los neurocientíficos Sandra Báez y Agustín Ibáñez publicada en Nature Human Behavior. Ellos evaluaron a 66 ex miembros de un grupo paramilitar de Colombia, incluyendo pruebas de juicio moral, reconocimiento de emociones e inteligencia, entre otras. Los resultados proponen que la mente de un terrorista suprime las barreras instintivas y aprendidas que impiden hacer daño a personas inocentes, como la empatía y la conducta prosocial, probablemente debido a factores individuales y a presiones del grupo, que no siempre operan de la misma forma en distintas personas.

Una explosión sacudió el centro de Mogadiscio, la capital somalí, a mediados de noviembre. Se trató de otro atentado terrorista de fuerzas yihadistas en el país. AFP
Una explosión sacudió el centro de Mogadiscio, la capital somalí, a mediados de noviembre. Se trató de otro atentado terrorista de fuerzas yihadistas en el país. AFP
/ FEISAL OMAR

También es importante entender el contexto en el que se desarrollan las ideas criminales, pues este abona en el fortalecimiento de determinados argumentos internos que pueden llevar a la ejecución de acciones violentas. Tratar de entender el desarrollo de la maldad o de la criminalidad no implica buscar razones para justificarlas, sino, mas bien, aprender a lidiar con ellas e incluso prevenirlas.

La prisión de Stanford

Philip Zimbardo fue el creador de un (cuestionado) experimento que puso a prueba la idea de la bondad y la maldad. En el sótano de la Universidad de Stanford se acondicionó una cárcel ficticia y se reclutó a 24 personas —sanos hijos de la sociedad estadounidense— para que cumplieran los papeles de policías y reclusos. La elección fue por sorteo.

El experimento de la prisión de Stanford se realizó en 1971 y fue monitoreado por el profesor Philip Zimbardo, que aparece en la foto vestido de traje. (Imagen: Wikimedia Commons)
El experimento de la prisión de Stanford se realizó en 1971 y fue monitoreado por el profesor Philip Zimbardo, que aparece en la foto vestido de traje. (Imagen: Wikimedia Commons)

El experimento tuvo que ser cancelado al sexto día, pues el grupo que cumplía el papel policial empezó pronto a vejar al grupo de reclusos sin razón aparente. Los maltratos y la crueldad fueron aumentando de parte del equipo de policías, y el equipo de reclusos lo recibía pasivamente.

El equipo de investigación, en su calidad de observador del experimento permitió estos abusos por varios días al asumirlos como normales y parte del estudio, sin darse cuenta que podían detenerlos. Hasta que lo detuvieron.

Ninguno de los participantes que hizo el papel de policía se hubiera referido a sí mismo, antes del experimento, como una mala persona.

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