
Los padres que nos dio la literatura: de Goriot a Lear, pasando por José Arcadio Buendía, espejos de un amor imperfecto
Resumen generado por Inteligencia ArtificialPolonio, en “Hamlet” de William Shakespeare.
Ricardo Sumalavia
Me hubiera gustado leer alguna obra de Shakespeare con mi padre. En algún momento de mi vida, me hubiera gustado que sea Polonio, que me haya murmurado: “Sé fiel a ti mismo”, como quien da una orden secreta antes de salir al mundo. Yo no hubiera entendido del todo, pero algo en su tono me advertiría que esa fidelidad implicaba una forma de resistencia, de no ceder ante lo que otros esperan de uno. Con los años, quizás, hubiera descubierto que traicionarse es fácil, que basta con decir sí cuando todo en ti grita no. Pero mantenerse fiel, como la noche al día, exige memoria y coraje. Esa frase, así mi padre no la haya dicho, así no sea Polonio, me acompaña, no como un consejo, sino como una frontera: la de no mentirme. Porque si me traiciono, todo lo que diga —incluso en voz baja— será mentira

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Michel Cleenewerck de Crayencour en “Archivos del Norte” de Marguerite Yourcenar
Grecia Cáceres
Su padre le publicó su primer libro e inventó su seudónimo a partir del anagrama de su apellido. Así entró en literatura M. Yourcenar. Cuando murió, Marguerite tenía 26 años, pero su infancia errante, rodeada de su padre y de sus amantes, la marcó para siempre. En plena madurez, Yourcenar dedicó un libro maravilloso a la historia de su familia paterna: Archivos del norte. Utilizando archivos y recuerdos en su escritura, el personaje-padre sigue fascinando e inspirando a la escritora. Su madre siendo belga, el padre representaba su lado francés, la libertad y la ligereza, los libros, el amor a la antigüedad, la pasión del viaje. Toda una herencia, que no fue la fortuna familiar, que él dilapidó alegremente. La hija llevó al padre al panteón de las letras, lugar que él siempre soñó con ocupar.

Mr. Bennet y Mr. Woodhouse de “Orgullo y Prejuicio” y “Emma” de Jane Austen
Susanne Noltenius
Mr Bennet y Mr Woodhouse, padres de las protagonistas en las novelas Orgullo y Prejuicio y Emma de Jane Austen, viven abrumados por la intensidad de las mujeres a su alrededor. En vez de tomar las principales decisiones que empujen la trama, ellos observan los enredos familiares desde sus sillones -que imagino de un intenso color escarlata- y padecen las consecuencias de los actos de sus hijas y esposas. Sin embargo, las heroínas acuden a ellos en momentos de quiebre y resolución, como un lugar seguro donde volver. En esas escenas, tan vívidas, percibimos la consternación de Mr Woodhouse cuando Emma falla en los intentos por arreglar la vida de otros y vibramos con el júbilo de Mr Bennet cuando Elizabeth confiesa amar a Mr Darcy. ¿Padres de otra época? No lo creo. Nada es tan vigente como un padre cuyo corazón se acelera por la felicidad de su hija.

Papá Goriot en “Papá Goriot” de Honoré de Balzac
Alfredo Villar
Uno de los padres más conmovedores de la literatura es sin duda Papá Goriot, quizás el relato más desgarrador sobre el amor filial no correspondido. El Rey Lear podría ser el otro, pero ya su épica y tragedia nos resulta lejana. En cambio, los esplendores y miserias humanas relatadas por Balzac siguen teniendo vigencia en sociedades tan materialistas como la nuestra, “La corrupción es el arma de los mediocres” dice el cínico personaje de Vautrin a Eugène de Rastignac, el idealista estudiante de leyes que se va a enamorar de una de las hijas de Papá Goriot. Goriot, quien alguna vez hizo riqueza como fabricante de fideos, vive en una pobre pensión parisina por haber entregado toda su fortuna para que sus vástagas asciendan socialmente. “Tiene el pecado de ser demasiado bueno” vuelve a decirle Vautrin a Eugène, quien será el único acompañante de Goriot en sus penas y posterior muerte. Novela anti sentimental por excelencia, la crudeza para describir la arribista y decadente sociedad burguesa de la restauración no desemeja tanto de nuestra sociedad actual. El amor incondicional y filial se hace trizas como las ilusiones perdidas en un mundo donde predominan las ambiciones, el dinero y el poder.

Papá Goriot en “Papá Goriot” de Honoré de Balzac
Teresa Ruiz Rosas
Leí Le Père Goriot del creador del realismo literario, Honoré de Balzac, hace pocos años, y me sobrecogió la historia de aquel anciano viudo que, habiendo amasado fortuna, sobrevivía en una miseria cada día más abyecta luego de sacrificarlo todo, sin medida ni clemencia, por sus dos hijas, que lo menospreciaban y, pese a estar supuestamente muy bien casadas, lo abandonaron cuando no hubo más que sacarle. Ese padre humillado me produjo lástima, no en vano María Teresa Gallego tradujo la novela como El pobre Goriot. Pero viéndolo caer en la fosa común sin el adiós de sus idolatradas hijas al final de su vida, me quedó un sabor de ira hacia ellas, nato producto de la sociedad parisina durante la Restauración francesa, no solo corrupta y estratificada, sino carente de valores que no fuesen la ostentación y vanidad llevadas al extremo más desalmado. ¿Que si suena a rabiosa actualidad en el globo? Un amor paterno tan obsesivo, que acabó alimentando esas lacras y pisoteando su amor propio me pareció trágicamente rastrero.

Julián y Gonzalo en “La vida privada de Los Árboles” y “Poeta Chileno” de Alejandro Zambra
Giacomo Roncagliolo
Aunque las dos novelas que Alejandro Zambra ha dedicado a la figura del padrastro se apoyan en alteregos de nombres distintos —Julián y Gonzalo—, resulta casi imposible entenderlas como piezas separadas. La vida privada de los árboles y Poeta chileno reivindican el arquetipo problemático gracias a una voz repleta de ternura. Con ella, Zambra —o Julián o Gonzalo— nos convence de que entre adultos y niños, a falta de un vínculo sanguíneo, puede perfectamente florecer una amistad que sea más que amistad, tal vez incluso una versión más deseable de aquella dupla padre-hijo que, en la literatura, pocas veces escapa de la brutalidad. Y es más, a lo mejor solo Zambra haya sido capaz de saldar esa cuenta: Literatura infantil, su primer libro oficial sobre la paternidad, me espera en la mesa de noche, y su reseña más popular en Goodreads ya me advierte sus efectos: «No es justo, sinceramente, que Zambra no sea mi padre».

Julius Lévy, en “Adelante, Julio” de Daphne du Maurier
Hernán Migoya
Hoy es el día perfecto para destacar al padre más infame de la literatura: Julius Lévy, protagonista de la magnífica novela Adelante, Julio (The Progress of Julius, 1933) de la maestra británica del suspense Daphne du Maurier, obra actualmente difícil de reeditar y controvertida por el origen judío de su antihéroe. Julius es un asesino en serie antes de que el concepto existiera en la mente de autores y público. De niño, huyendo de un París asediado en plena guerra franco-prusiana, se ve obligado a abandonar a su querido gatito y, en lugar de soltarlo libre, lo ahoga amarrado a una roca en las aguas del Sena. Desde entonces, fiel a su política de exitoso empresario, opta por asesinar a aquellos seres queridos que ya no puede tener a su lado. Así sucede con la persona que más ama, su propia hija, a la que estrangulará cuando ella le anuncia que desea emprender una vida independiente con su novio.

Arturo Bandini en “Un año pésimo” de John Fante
María José Caro
Para mí uno de los autores que mejor pone en palabras los claroscuros de la paternidad es el norteamericano John Fante. En novelas como “Un año pésimo” o “La hermandad de la uva” encontraremos al padre albañil e inmigrante de Dominic o Henry Molise, alter-egos del autor. Dominic es un adolescente que sueña con ser el mejor beisbolista mientras que Henry es un adulto que visita a su padre a regañadientes. En Fante el padre es orgulloso, opresivo, pero también fracasado, tierno, frágil y preso de sus circunstancias. Un hombre que el narrador juzga con dureza y desprecio, sobre el cual cree conocer todo solo para caer en la cuenta a partir de hechos muy concretos de que se encuentra frente a un espejo y que ser hijo muchas veces es contemplar el océano desde una pequeña y caprichosa orilla.

El Padre en The Road de Cormac McCarthy
Carlos Herrera
En un mundo post apocalíptico, trata de salvar a su hijo no necesariamente de la muerte, pero sí del sufrimiento. El padre, por cierto, dista de ser un héroe de novela. Llegado el caso puede ser tan cruel como los Malos de la obra, despojando a un ratero de su astrosa vestimenta, lo que es nuna sentencia de muerte en aquellas gélidas tierras. Su hijo -la conciencia moral del libro- se lo reprochará siempre, que como bien sabemos es lo peor que le puede pasar a un padre.

Lear en Rey Lear de William Shakespeare
Patricia del Río
Lear, el viejo rey
El rey Lear de Shakespeare es un padre viejo. Los años han pasado, ya no se quiere hacer cargo de su reino y decide dejarles todo a sus hijas a cambio de que lo honren hasta la muerte. Les hereda su reino a las dos mayores y a Cordelia, la más pequeña, la repudia y destierra porque se ha negado a adularlo. Esa soberbia le costará cara; pues sus hijas, angurrientas, lo traicionarán y lo dejarán sin nada hasta obligarlo a vagar loco y pobre por el mundo. Cuando el viejo rey se dé cuenta que fue injusto con la pequeña Cordelia, que era la única que le profesaba su amor sincero, será demasiado tarde.
Lear es un padre trágico, que nos recuerda que los progenitores no siempre serán proveedores, que existe un momento en la vida en que los roles se invierten y pasan a ser hijos de sus hijos. Esa vulnerabilidad lo hace un personaje entrañable, reñido con la figura de padre autoritario que tenemos tan internalizada.

Mohun Biswas en “Una casa para el señor Biswas” de V.S. Naipaul
Jeremías Gamboa
Mi padre más querido de la literatura universal, y en el que pienso hace muchos años mientras imagino la novela que escribiré algún día inspirada en la vida de mi padre, es el Biswas de “Una casa para el señor Biswas”, la primera obra maestra de VS Naipaul, un relato sobrecogedor que es también un perfil tragicómico de un hombre autodidacta que se emplea de periodista y que alberga sueños imposibles de ser escritor en la pequeña isla de Trinidad, en el Caribe, a mediados del siglo XX, un personaje inspirado en el propio padre del autor, Seepersad Naipaul. Biswas sifre los vaivenes de su vocación secreta mientras aspira a ser alguna vez propietario de una casita que lo libre de las humillaciones a que lo somete la familia de su mujer, que le ha brindado un techo. Naipaul lo perfila desde su nacimiento a su deceso con un amor incomparable, y erige la propia novela sobre él como una casa. Una para protegerlo, y rendirle homenaje. Una joya.

José Arcadio Buendía en Cien años de soledad de Gabriel García Márquez
Dany Salvatierra
“Es irónico pensar que un personaje tan humanamente imperfecto como José Arcadio Buendía acarree sobre sus hombros no solo el trágico destino de su estirpe, sino también el peso de ser contemplado como uno de los padres más queridos y populares de la literatura universal. El fundador de Macondo, que habría de pasar sus últimos años atado a un árbol, es un referente imperecedero, una figura marcada por el impulso, la obsesión, la sed de conocimiento, la frustración de no terminar de comprender los mecanismos del mundo, y por su nula capacidad de establecer un vínculo con sus propios hijos, aunque sí consiga trasplantarles la semilla de la insatisfacción, el gen de la desesperación por cambiar su entorno, por embarcarse en proyectos utópicos e irrealizables, como si nos recordara que los hombres no pueden concebir pero sí perpetuarse, repetirse incluso en los nombres: un recurso de inspiración faulkneriana que los lectores más aguerridos sabrán reconocer”.

Príamo, Laertes y Peleo de La Iliada y La Odisea
Fernando Iwasaki
Cuando pienso en las grandes figuras paternas de la literatura, a mi memoria acuden a pájaros Príamo, Laertes y Peleo, padres quebradizos de los más memorables héroes homéricos. Sin embargo, el arquetipo paterno más literario y conmovedor que puedo compartir en este «Día del Padre», es la del eximio Eneas abandonando las ruinas humeantes de Troya, mientras llevaba en hombros al anciano Anquises y a su pequeño Ascanio de la mano. Soy incapaz de encontrar otra imagen tan poderosa como simbólica, pues todos llevamos —como Eneas— el peso de Anquises sobre nosotros. Para algunos será leve y para otros aleve, pero el camino de Troya a Drépano es un trayecto vital inexorable. Lo sé, porque desde que me falta mi padre lo necesito más que nunca y porque después de vivir muy tantos años lejos, jamás lo he sentido más cerca. «Así pues, querido padre, ven, súbete a mis hombros» (Eneida, II, 707).
