La obra de Edward Hopper, como el blues, es un estado mental. Su estética, más allá de las interpretaciones a las que pudiera dar lugar cada uno de sus cuadros, se configura como lo haría una disposición existencial. De cara a un lienzo suyo, este nos absorbe de manera inmediata, de modo que, antes aun de poder reparar en sus detalles, los espectadores pasamos a formar parte de él, de sus calles silenciosas, de sus espacios encerrados, de la brumosa melancolía que pesa tanto sobre sus personajes como sobre sus escenarios. Son cuadros que se miran desde dentro, pero en los que nadie dice nada.
Al fin y al cabo, no son solo el resultado de reflexiones sobre la realidad psicológica y social de los Estados Unidos de principios del siglo pasado. Las pinturas de Hopper son también el testimonio de un artista que no se sentía demasiado distinto de los individuos que plasmaba sobre la tela. Llegó a convertirse en un artista de renombre, pero la fama nunca lo afectó demasiado, y su vida siguió más o menos igual a como había sido siempre: ordenada, recluida, casi decepcionante si se la compara con las novelescas biografías de artistas como Caravaggio o Pollock. La muerte lo encontró en Nueva York, su ciudad natal, el 15 de mayo de 1967, en el mismo estudio en el que había trabajado durante 50 años.
Esta forma de vida, que tan bien se condice con sus trabajos, ha sido reseñada por muchos de sus biógrafos. Es el caso de Rolf G. Renner, autor de Edward Hopper. transformaciones de lo real, quien refiere que “la vida de Hopper fue sorprendentemente tranquila y ordenada, sin trastornos o convulsiones abruptos, ni de tipo psicológico ni tampoco de tipo meramente geográfico”. En efecto, unos pocos viajes a Europa y los veranos en Cape Cod, Massachusetts, casi fueron las únicas ocasiones en las que abandonó Nueva York. Sin embargo, el alcance de su obra fue tremendo. No solo consiguió captar el sentir de su país en los albores del siglo XX, sino también el de la modernidad entera.
Alrededor de 1955: Edward Hopper sentado junto a una prensa de impresión en su estudio. (Getty Images)
— Los años de formación —
Habiendo nacido en 1882, a Hopper le tocó ser testigo de la gran transformación de los Estados Unidos. Impulsada por el espíritu de la modernidad, la nación asentaba las bases que harían de ella una potencia mundial. Su propia ciudad crecía ya no solo a lo ancho, sino también hacia las alturas, mientras una nueva estructura económica y social iba proyectando su sombra, como la de los primeros rascacielos, sobre los ciudadanos de a pie.
Este fue el escenario de su juventud. Edward Hopper nació en una familia acomodada de ascendencia holandesa. Su barrio, Nyack, a orillas del Hudson, era por entonces un importante centro de construcción de embarcaciones, lo cual es significativo, pues muestra hasta qué punto fue Hopper un hijo de su época. Sherry Marker, otra biógrafa, señala que cuando este todavía era estudiante de secundaria tuvo la firme intención de seguir la carrera de ingeniería naval, y no fue sino hasta después de graduarse que decidió seguir el camino de las artes plásticas y se inscribió en una escuela para ilustradores. Años después, en 1913, conseguiría hacer su primera venta: un cuadro en el que dos personas se hacían a la mar en un velero. Su título era “Sailing”, y por él recibió 250 dólares.
La modernidad, sin embargo, reclamaba más del pincel del artista. Hombre solitario, no tardó en notar que la ciudad que se alzaba a su alrededor era como una gran jaula, un desierto de cemento que apagaba las palabras y los gritos. Entre 1906 y 1910 realizó tres viajes a Europa y pasó la mayor parte del tiempo en París. Los grabados de Charles Méryon, el arte del claroscuro de Rembrandt y las pinturas de los maestros impresionistas (empezando por Manet) se convirtieron en su principal escuela. Ante sus ojos, y sobre el lienzo, la melancolía iba adquiriendo color y forma propios.
— La vida con Josephine —
Los años que siguieron a sus viajes a Europa fueron muy productivos para Hopper, pero fue solo en la década de 1920 que empezó a ganar verdadera notoriedad como artista.
Para ese entonces, ya había dado con la fórmula que caracterizaría su obra: la soledad del hombre en la gran ciudad como eje temático, el realismo como consigna, la oposición entre espacios cerrados y abiertos como cristalización de las reflexiones sobre su época (un buen ejemplo de todo esto es “Girl at Sewing Machine”, de 1921). Y, sin embargo, es probable que su talento hubiese pasado inadvertido de no ser por la presencia de Josephine Nivison, con quien se casó en 1924.
Nivison conoció a Hopper en sus años de estudiante, cuando ambos asistían a la escuela de arte de Robert Henri, en Nueva York. Luego, cuando se convirtieron en pareja, ella no solo pasó a ser su principal modelo, sino que también dejó en segundo plano su propia carrera como acuarelista para convertirse en la agente de su marido: conseguía los espacios para exhibir sus trabajos, supervisaba las ventas de sus cuadros e incluso coordinaba sus entrevistas, a las que a menudo asistía.
Resulta difícil encontrar, en la historia del arte, una pareja que transmita una ternura similar a la que se profesaron Hopper y Nivison. Los dos permanecieron unidos hasta el final. Tras la muerte de Hopper (que había sido precedida por largos períodos en el hospital, con diversas operaciones quirúrgicas), Josephine Nivison donó muchos de sus cuadros al Whitney Museum of American Art. Y no tardó en unírsele: falleció menos de un año después, en marzo de 1968. Hoy ambos yacen, juntos todavía, en el cementerio de Oak Hill, en Nyack, el barrio donde nació el artista.
— La mirada del solitario —
Lo mismo que en su vida, Edward Hopper siguió una línea definida a lo largo de su evolución artística. En su libro, Rolf G. Renner llega al punto de decir de él que si alguna vez “tuvo crisis personales o estéticas, las mantuvo muy bien bajo control”. Esto, naturalmente, no quiere decir que su desarrollo no respondiera a alguna cuestión íntima, visceral, incluso. Hopper, de hecho, tenía varias obsesiones, que pueden rastrearse con mucha claridad en su obra: el estilo de vida estadounidense, la modernidad, el contraste entre la ciudad y la naturaleza.
“En general, puede decirse que el arte de una nación es mayor en tanto refleja el carácter de su gente”, dijo Hopper en un texto titulado Notas sobre pintura, publicado en 1933. Y lo cierto es que nadie supo retratar el espíritu de su época como él. En sus cuadros, dotados de un sugerente carácter narrativo, hay una épica de lo mundano. Las imágenes que aparecen en ellos son perfectamente triviales, pero esto solo sirve para acrecentar el aire de extrañez y la inquebrantable soledad de sus personajes.
Bajo el juego de luz y de sombra de la paleta de Edward Hopper, la vida moderna se revela como un gran desencuentro, tanto con los otros como con uno mismo. En sus cuadros que representan escenas de la vida cotidiana en la ciudad no hay lugar para la comunicación. Los personajes, cuando están acompañados sobre el lienzo, parecen incapaces de captar la mirada de los demás,
y no cuesta intuir que lo mismo sucede con las palabras. Esto, además, lo podemos observar en obras que son muy distantes entre sí en el tiempo: desde “Chop Suey” (1929), pasando por “Office at Night” (1940), hasta “Sunlight in a Cafeteria” (1958).
Algo similar ocurre con los cuadros en los que se encuentran personas solas. En estos, sin embargo, la mirada con la que aquellas no cruzan la suya es la del espectador, convertido a estas alturas en parte de la escena. O, si se quiere, en otro protagonista del desencuentro. Una vez más, se trata de algo que puede rastrarse a lo largo de toda la carrera de Hopper, empezando por un cuadro tan temprano como “Summer Interior” (1909), y siguiendo con otros como “Automat” (1927), hasta llegar a obras tan famosas como “Morning Sun” (1952) u “Office in a Small City” (1953).
— El nombre de la noche —
De todos los cuadros que hizo Edward Hopper, tal vez ninguno resuma con tanta precisión la visión del artista sobre el mundo como “Nighthawks”. El más famoso de sus trabajos fue pintado en 1942, una época marcada por la Segunda Guerra Mundial. En una esquina desolada, tres personas —dos hombres y una mujer de rojo— se sientan a la barra de un bar llamado Phillie’s, atendida por un hombre vestido de blanco.
En su libro sobre Hopper, Renner cita una carta del artista, en la que afirma que, para él, lo primordial no era el color, la forma o el diseño (meras “herramientas” de trabajo, que no le “interesaban mucho por sí mismas”). “Ante todo, me interesa el vasto campo de la experiencia y la sensación, con el que no tratan ni la literatura ni un arte puramente plástico”, escribe Hopper. Esto es, precisamente, lo que podemos ver en “Nighthawks”: la recreación de una escena cotidiana, pero que apela a una forma de sensibilidad subjetiva. La representación implica, necesariamente, la emoción. Tal es la fórmula del realismo de Edward Hopper, que roza con —y en muchos de sus trabajos antecede a— el existencialismo.
Tal es la riqueza de este cuadro, obra maestra de la sugestión, cuya influencia trasciende los límites de la pintura y las artes plásticas en general. La escritora Joyce Carol Oates, también neoyorquina, escribió un poema titulado “Edward Hopper’s Nighthawks, 1942”, en el que no solo describe la escena del cuadro, sino que, además, crea monólogos internos para algunos de los personajes que aparecen en él. Otro escritor, Gordon Theisen, es autor del libro Staying Up Much Too Late: Edward Hopper’s Nighthawks and the Dark Side of the American Psyche, en el que analiza aspectos de la mentalidad estadounidense a partir de una serie de lecturas de esta pintura. En el ámbito musical, tenemos el caso de Tom Waits, cuyo primer disco en vivo se llama Nighthawks at the Diner, a manera de homenaje.
— Horizonte natural —
Existe, sin embargo, un último contraste, menos explorado, en la obra de Edward Hopper. El pintor que trazó los contornos de la desilusión moderna y el extrañamiento de las personas en la cotidianidad urbana tuvo, también, un lado luminoso. En más de una ocasión, Hopper señaló que su mayor interés, como artista y ser humano, era la naturaleza. En sus Notas sobre pintura hasta se atrevió a vaticinar un retorno del arte a la naturaleza, un esfuerzo para volver a asir “sus sorpresas y accidentes” y un estudio “más íntimo y comprensivo de sus humores, junto con un asombro y una humildad renovados”.
Este, en el fondo, tal vez fuera el mayor de sus proyectos. De hecho, uno de los motivos a los que Hopper volvía a lo largo de los años fue la navegación. No solo se trata de “Sailing”, el primer cuadro que vendió. Todavía se conservan grabados anteriores a aquel (uno de ellos, “Harbor View”, está fechado en 1900), en los que se ven barcos haciéndose a la mar, así como existen numerosos cuadros posteriores en los que el horizonte se abre claro y azul para los veleros que surcan las aguas: “The Long Leg” (1935), “Ground Swell” (1939) y “The Lee Shore” (1941) son algunos de ellos.
Lo mismo que la ciudad, el rumor de las aguas nunca abandonó a Hopper, el artista que alguna vez pensó dedicarse al diseño de barcos, el joven que nació y creció en un barrio de navieros, el hombre cuyos restos reposan, hasta el día de hoy, en las proximidades del mismo río Hudson que sirvió de marco para su infancia. Medio siglo después de su partida, sus cuadros siguen escenificando el desencuentro de una época que también es la nuestra, del mismo modo que las aguas siguen fluyendo por entre altos edificios y escenarios rurales hacia el azul inacabable del mar.
Del óleo a la gran pantalla
En su libro Edward Hopper: una biografía íntima, Gail Levin señala que “entre los artistas cuyo desarrollo fue paralelo al del cine, ninguno sintió tan íntimamente el impacto de este nuevo medio […] ni ha inspirado tanta fascinación entre los cineastas como Edward Hopper”. Su manejo del claroscuro y el carácter narrativo de sus imágenes ha dado pie a numerosas comparaciones entre sus cuadros y la estética del film noir, y diversos cineastas han nombrado al artista neoyorquino como una influencia capital sobre su propio trabajo. Un caso notorio es el del cineasta alemán Wim Wenders, quien dijo en una entrevista que las pinturas de Hopper no solo sugieren una historia, sino que “cuando miras la misma pintura diez minutos, jurarías que algo ha sucedido”. Ridley Scott se inspiró en el aura que rodea la escena de “Nighthawks” durante el rodaje de Blade Runner. Hitchcock, por su parte, nunca tuvo problemas en acreditar que la casa de Norman Bates en Psicosis está ideada sobre el cuadro “House by the Railroad”, de Hopper.