Jorge Paredes Laos

Las noches eran cálidas y la música de los oboes, trombones, saxos y violas parecía no detenerse jamás. Los cócteles y la champaña flotaban entre la multitud de mujeres y hombres llegados al enorme palacio ubicado en el imaginario West Egg, al pie de la playa. En el cielo, la luna brillaba como una hostia, y en el amplio jardín y los múltiples salones las risas y voces iban en aumento. Aunque no todos conocían al anfitrión, todos sabían su nombre: Jay Gatsby.

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La historia del enigmático millonario que hizo de Long Island una fiesta eterna cumple cien años con la vitalidad de los clásicos que, en su esplendorosa tragedia, se convierten en certeros retratos de toda una época. Y El gran Gatsby, la enorme novela de F. Scott Fitzgerald, ambientada en los fulgurantes años veinte, termina siendo el gran fresco de ese Estados Unidos glamoroso del jazz, del sueño americano y de la bonanza económica producida tras la gran guerra de 1914.

Según los críticos, nadie mejor que Fitzgerald para retratar ese mundo, un escritor que saltó rápidamente a la fama con su primera novela A este lado del paraíso (1920), lo cual le permitió colarse en las fiestas de la alta sociedad neoyorquina y de esos nuevos ricos que empezaban a hacer dinero en la bolsa y la especulación financiera. Él quería vivir como ellos, derrochar como ellos y viajar como ellos. No es casual que El gran Gatsby se terminara de escribir en un hotel de la Riviera Francesa, en esas horas de resaca ganadas a noches de lujo y placer.

Cartel de la segunda adaptación de la novela protagonizada por Alan Ladd y dirigida por Elliott Nugent. (Foto: Movie Poster Image Art/Getty Images)
Cartel de la segunda adaptación de la novela protagonizada por Alan Ladd y dirigida por Elliott Nugent. (Foto: Movie Poster Image Art/Getty Images)
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Un narrador testigo

Narrada desde el punto de vista de un personaje, el vendedor de bonos Nick Carraway, la novela inicia con una reflexión ya célebre: “En mis años mozos y más vulnerables, mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza. ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien —fueron sus palabras— recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste’”.

De esta manera, el narrador-personaje nos introduce de manera progresiva en el mundo de Gatsby, y los lectores, vamos descubriendo las singularidades del floreciente Manhattan y Long Island de los años veinte: sus barrios ricos y los de clase media y baja, y quienes los habitan. Esos mundos que estarán conectados a lo largo de la novela por la tragedia de Gatsby: el hombre que, con malas artes, amasa una fortuna buscando, desesperadamente, recuperar el amor Daisy Fay Buchanan, la muchacha que conoció de joven, y que ahora está casada con un rico y superficial exjugador de fútbol americano.

“La elección de un narrador testigo es uno de los grandes aciertos de la novela”, dice el escritor Jorge Valenzuela, quien precisa que este recurso, le permite a Scott Fitzgerald establecer una distancia respecto del mundo representado. “Nick Carraway es un provinciano que viene del medio oeste, y no pertenece a ese mundo de Long Island, y justamente por ser ajeno a él puede establecer una distancia crítica, pero comprensiva y empática”, precisa Valenzuela.

Tras su temprano éxito, el escritor supo codearse con la alta sociedad neoyorquina. (Foto: American Stock/Getty Images)
Tras su temprano éxito, el escritor supo codearse con la alta sociedad neoyorquina. (Foto: American Stock/Getty Images)
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A través de los ojos de Carraway, los lectores ingresamos a la mansión de Gatsby o recorremos Long Island en su inconfundible coche amarillo. “El mundo de Gatsby es también un mundo secreto —destaca Valenzuela— porque finalmente él es un tipo que está al margen de la ley, y que ha sabido triunfar en ese contexto de corrupción generalizada, como el de los años veinte, donde se vivía y se amaba de manera desenfrenada”.

Quizás una de las escenas cumbres de la novela es cuando Gatsby, torpe y rígido, se reencuentra con Daisy para tomar el té en la morada de Nick, mientras afuera llueve intensamente. “Gatsby, pálido como la muerte, con las manos hundidas, como pesas, en los bolsillos del saco, estaba de pie, en medio de un charco de agua, mirándome trágicamente a los ojos”, recuerda Nick. Líneas más adelante concluye: “Pasadas su turbación y la irracional felicidad, lo consumía ahora el asombro por la presencia de Daisy: había estado lleno de ideas por mucho tiempo, la había soñado hasta el final, la había esperado con los dientes apretados, por así decirlo, hasta alcanzar este inconcebible nivel de intensidad. Ahora, en la reacción, se estaba moviendo tan rápido como un reloj con exceso de cuerda”.

Tragedia moderna

En un ensayo contenido en su libro Relámpagos sobre el agua, el escritor Guillermo Niño de Guzmán califica a Gatsby como un héroe de estirpe romántica, cuya historia “es una parábola acerca de la lucha que por amor entabla un individuo contra la sociedad, lucha condenada de antemano al fracaso pero que enaltece al hombre por la pureza de su ilusión”.

En palabras de Valenzuela la novela no ha envejecido, precisamente, por la vigencia de los temas que trata: la recuperación del amor fugaz que luego se pierde para siempre; la voracidad de la sociedad de consumo; la corrupción galopante; y lo perverso que puede ser para algunos el sueño americano. En este punto, él recuerda lo que decía su maestro sanmarquino, el literato Tomás Escajadillo: “El gran Gatsby es la novela que mejor critica a la sociedad capitalista, porque descubre los mecanismos ilícitos pero fascinantes en los que esta incurre a veces para sobrevivir”.

Para Valenzuela tanto Fitzgerald como Faulkner y Hemingway, los escritores de la llamada generación perdida, son trágicos modernos, porque hay un elemento fundamental en sus historias: la ironía que moderniza la mirada trágica del mundo, una herencia que viene del Quijote. Y Jay Gatsby termina siendo un héroe quijotesco, quien desde su ruidosa mansión, anestesiada por las vibraciones del jazz, se emociona al mirar la luz verde del otro lado de la bahía, porque sabe que ese lejano resplandor viene del muelle, donde se ubica la casa de la mujer que ama.