A simple vista, el taller es un desorden de color. Ajustada la vista e iniciado el circuito, creemos que la numeración por años a la que apela el artista para mostrarnos sus cuadros, apilados unos contra otros, nos permite movernos con cierta ilusión de continuidad. Pero no busquemos un orden. Enrique Polanco lo admite: es un pintor desorganizado. Sin embargo, ese caos es su lenguaje.
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Me muestra lo que ha pintado a partir de 2004. Testimonios de violencia, entierros sin cuerpo, un telón teatral como fondo en los cuadros que da idea de envolvente espacio escénico. Polanco pinta la migración, el desamparo, la informalidad de las tiendas, la agonía de los cines de Barrios Altos en su transición de sala porno a templo evangélico.
En los próximos días, todos estos cuadros saldrán del taller del artista en Barranco para ser montados en la galería del Icpna de Miraflores donde este martes 20 de mayo se inaugura una retrospectiva de sus últimos 20 años de trabajo, que reúne cerca de 60 cuadros de gran formato y otra buena colección de grabados. Menos organizado, nuestro recorrido goza del cambalache plástico como quien escucha el tango de Enrique Santos Discépolo. Vemos pinturas del 2008: el paisaje de Cabo Blanco que contempló Hemingway; un guitarrista ciego y una niña disfrazada de Ángel; los rincones más achorados del barrio El Porvenir en La Victoria. No le gusta poner títulos. Polanco dice que el título encasilla la obra. Él prefiere confiar en que el espectador identifique lo que ve. “Lo más difícil en pintura es detener al espectador”, afirma. “Muchas veces la gente pasa y ya. Yo quiero que la gente recuerde que está viva, que ¡pum! despierte”, dice. Aquella onomatopeya tiene que ver con la violenta explosión de color que transmite su obra, un estallido que suma también lo contaminado, lo perturbado, lo corrupto de la sociedad peruana.
Seguimos recorriendo las obras del taller: De 2019, la imagen del colgado en la baraja del Tarot aprecia el arroz con mango limeño: seguidores de Ataucusi, la expresionista representación de la muerte, un Manco Cápac de caricatura, la figura de Cipriani en su momento de mayor poder, un tipo que vomita fuego, un pollo desplumado y colgado en un mercado. Al lado, escenas ‘fashion’ en las galerías de Gamarra o la carpa del circo ambulante que visitó con su esposa en un viaje a Chilca. Un circo pobre, pero con esperanza.
Entre los cuadros más recientes, destaca su recreación del Paseo de las Musas en Chiclayo, diez cuadras de columnas dóricas y esculturas de yeso con ínfulas griegas, que al artista le resultan facinantes. Igualmente largo es el mural donde convergen Pinglo, Lavoe, Los embajadores criollos y el poeta Juan Gonzalo Rose, junto con San Martín de Porres y la Virgen de Guadalupe. Para Enrique Polanco, Lima es una caótica escenografía, siempre de trágica belleza, como lo prueba su representación del incendio del edificio Giacoletti. Allí, el fuego es parte de un telón que nos remite a las antiguas fotografías de estudio.
“¿Sabes lo que pasa? Es que yo pinto con cólera. Por todo lo que pasa, por el desprecio total hacia el arte. Siempre pinto asado”, me confía. Un sentimiento que le permite encender el cielo de la costa Verde, o convertir la desembocadura del Rímac en un río de lava. Es el paisaje apocalíptico que solo la pintura expresionista puede plasmar: la tierra arrasada en Madre de Dios, los rojos de la carne se convierten en los tonos del cielo de Lima.
Algunas ideas provienen de fotografías que él captura o se las ceden otros. Para Polanco, la cámara es también una libreta de apuntes. Por algunas fotos lo han perseguido, sobre todo cuando las tomaba en barrios bravos. Ya no lo hace, dice que está viejo para correderas. “Cuando estaba en Bellas Artes salíamos mucho a tomar apuntes. A inicios de los ochenta, nadie se metía con nosotros. Los choros respetaban a los alumnos. Pero ya no puedes hacerlo ahora, porque te chifan, compadre. En Lima no puedes ir distraído. La cosa se jodió.
¿Cuándo se jodió Lima? Le pregunto parafraseando a Zavalita. “Cuando apareció el pay”, responde Polanco sin dudar. “Con la pasta básica los choros se volvieron locos. Nosotros tomábamos en las cantinas de Barrios Altos, y del Rímac. Terminábamos chupando con los achorados de ahí, y nunca se metían con nadie. Eran otras épocas. Ahora te meten un balazo en la cabeza, de frente, sin asco”, lamenta.
En las últimas semanas, conforme iba liberando y descubriendo aquellos cuadros resguardados por años, el pintor ha ido dándose cuenta que igual podría haberlos pintado ayer. Nosotros pensamos que eso es justamente lo que da cuenta de su vigencia y de los poco que hemos cambiado como país.
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