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Por Katherine Morales y Jorge Paredes

Un hombre y una mujer se encuentran en la cola del cine. En medio de un ambiente en penumbras, se miran y se reconocen. Él tiene el rostro deformado, el lado derecho de su cara está hundido por una profunda cicatriz que ha desdibujado su mejilla, su mandíbula y uno de sus ojos. Ella es delgada, lleva el cabello largo y castaño, pero una especie de malformación ósea ha alterado el lado izquierdo de su cráneo que presenta un hueco, como un pozo profundo, y su ojo fantasmal parece estar a punto de saltar. Ambos descubren pronto que comparten un mismo destino. Entonces, él decide invitarle un café. Ella acepta y, mientras se arregla el pelo, le dice que son tal para cual. Dos imperfecciones en un mundo que tampoco es perfecto. Más allá de sus monstruosas apariencias, guardan un odio profundo. Un rencor contra ellos mismos y su naturaleza.

Este es el inicio de Feos, una obra escrita por Guillermo Calderón a partir del cuento “La noche de los feos”, del uruguayo Mario Benedetti. El montaje es de la compañía chilena Teatro y Su Doble y se presentará en Lima el 4 y 5 de setiembre en La Plaza, como parte del festival Sala de Parto. El elemento más evidente del montaje es que los personajes no son actores, sino marionetas animadas por ágiles sombras que se mueven detrás de ellas. Figuras de tamaño humano que sienten, reflexionan y lloran como seres de verdad.

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“Somos una compañía que escenifica el realismo con marionetas. Son ellas las que transmiten el contenido de la obra y toda la carga emocional que esta genera”, dice Aline Kuppenheim, la directora de Feos. Dice también que los títeres son capaces de conmover y generar en el espectador emociones profundas e inconscientes a las que incluso no pueden llegar los actores. “Esto se explica —sigue— porque desde niños desarrollamos una relación casi fetichista con los objetos, a los que animamos con la finalidad de mostrar cosas que no podemos expresar de otra manera. Lo que nosotros hemos hecho ha sido trasladar este poder al lenguaje teatral”.

Un proceso que le tomó a la compañía varios años descubrir, y que se evidenció ya en el 2005 con el montaje de El capote, de Nikolái Gógol. “El protagonista era un ser tan frágil y vulnerable que pensamos que podía ser mejor encarnado por una marioneta”, cuenta Kuppenheim. Y en el caso de la pareja de Feos, lo que hacen los títeres es, justamente, acentuar algo que habría sido más difícil de lograr si los personajes fueran personas reales: la deformación de sus facciones.

“Es que no son simplemente feos —enfatiza la directora chilena—, sino personajes que han crecido con deformaciones tan graves que los han llevado a ser rechazados y juzgados por la sociedad. Son dos seres que andan con una herida abierta, incomunicados del resto del mundo, y que de pronto se encuentran e inician una conversación muy honesta”. Aunque las marionetas son las que cuentan la historia y son animadas de manera artesanal, la puesta en escena sí se apoya en elementos más sofisticados, como voces grabadas, una banda sonora y proyecciones en stop motion.

Gastón Aramayo, ‘Kusi Kusi’, con una de sus creaciones. A lo largo de cinco décadas, junto con su esposa Victoria Morales, ha escenificado espectáculos de títeres en La Cabaña. [Foto: Kusi Kusi]
Gastón Aramayo, ‘Kusi Kusi’, con una de sus creaciones. A lo largo de cinco décadas, junto con su esposa Victoria Morales, ha escenificado espectáculos de títeres en La Cabaña. [Foto: Kusi Kusi]

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Este juego entre el títere y el personaje oculto que lo manipula y le da vida, debajo o detrás del objeto, no es nuevo, sino que nos remite a los orígenes mismos del teatro: a ese acto primigenio de representación como las milenarias sombras chinescas, o las figuras de madera egipcias, o las escenificaciones griegas o romanas en las que los muñecos eran articulados por cuerdas en espectáculos que convocaban audiencias populares. De esta manera, los títeres llegaron a la Edad Media, cuando se les utilizó para las representaciones religiosas o para las comedias y sátiras en las manos de bufones y saltimbanquis. A partir del siglo XVII, en Inglaterra, se popularizaron los títeres de cachiporra y farsa, con personajes como Punch y Judy. En Francia se hizo célebre Guiñol, un títere de guante que nació en Lyon, a fines del siglo XVIII, en plena época revolucionaria. Un paladín justiciero que se burlaba de los poderosos y socorría a los pobres.

En el caso local, este arte llegó con la española Leonor Godomar, si damos crédito a lo que cuenta Ricardo Palma en su tradición “Santiago ‘Volador’”: “Doña Leonor, la primera que en 1693 solicitó y obtuvo licencia del virrey Conde de la Monclova para establecer un espectáculo [de títeres] que ha sido y será la delicia infantil”.

Muchos años después, en el siglo XIX, el peruano Ño Valdivieso, un mulato alto e ingenioso pero sin educación formal, empezó a fabricar sus propios títeres, unos muñecos herederos de lo que ya era costumbrismo de la época. Así nació, por ejemplo, Don Silverio, un bebedor renegón, quien continuamente discutía con Mama Gerundia, la chismosa del barrio.

Ño Valdivieso montaba sus espectáculos en las quintas y se hizo tan popular que lo llamaban para diversas festividades. Los niños y adultos esperaban sus espectáculos, en los que no perdía la oportunidad para criticar la sociedad de su época. Una de sus presentaciones se titulaba Corrida de toros: en ella el perdedor siempre era el torero. Con un estilo burlón y vulgar, Valdivieso soltaba lisuras sin la mínima vergüenza, a pesar de que muchas veces se le recomendaba contenerse.

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El espectáculo de títeres ha variado muy poco en el tiempo. En líneas generales, se monta en un teatrín, un retablo o un frágil escenario cubierto con cortinas, en el que, generalmente, alguien se oculta para actuar o hablar a través del muñeco o la marioneta. Según el dramaturgo César de María, los títeres han tenido siempre dos características fundamentales: “te permiten exagerar y tomar distancia de lo que narras”. Es decir, se puede aporrear a alguien, se puede apuñalar muchas veces a un personaje, o un animal puede perder la cabeza y después revivir. “Lo interesante es que establecen una distancia respecto a la gente que está narrando y los espectadores —explica De María—. Eso que sienten los niños y dicen: ‘Mira, es un títere, es falso, no está hablando el personaje’, lo experimentan también los adultos. Esta distancia hace que el efecto dramático sea diferente”.

Según el autor —quien ha escrito obras para titiriteros peruanos tan representativos como Gastón Aramayo, ‘Kusi Kusi’—, en este tipo de teatro hay una doble ficción: “Si en el montaje con actores uno debe creer que un árbol de cartón es de verdad o que el personaje bebe agua cuando, en realidad, no lo hace, en el caso de los títeres hay dos planos de irrealidad: aparte de la función que estás viendo, debes creer que debajo del muñeco no hay nadie, que esa persona que lo manipula no existe. El títere te exige creer en una mentira dentro de otra”.

Eso mismo encuentra Martín Molina Castillo, el gestor de la Asociación Cultural Tárbol, y autor del libro Oficio de libres en el que desarrolla todo el contexto escénico de este espectáculo. “El escenario del títere es para el espectador una puerta abierta a otro universo —escribe—. Es fascinante cómo se logra todo ello mediante lo que, a simple vista, parece un montón de muñecos y cosas inanimadas. Pero ya sabemos que los títeres no son objetos comunes. Ellos cobran vida en el escenario. Una vida que les llega por intermedio de un cálido puente de carne: las manos y el cuerpo del titiritero”.

Martín Molina, de Tárbol, otro de nuestros 
titiriteros más representativos.
Martín Molina, de Tárbol, otro de nuestros titiriteros más representativos.

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Gastón Aramayo es un hombre alto, delgado, de una barba blanca y espesa que le da un aire bonachón. Nació en Bolivia, pero la mayor parte de sus 80 años la ha pasado en el Perú. Su casa de Surco es pequeña y acogedora, y está adornada con mantas y tejidos andinos que hacen juego con sus creaciones, que siempre han representado la cultura ancestral, como Kusi Koyllor, su muñeca-títere, una ñusta de mejillas rosadas y labios gruesos que está sentada como una reina en el centro de su sala. Ella forma parte de los espectáculos de títeres que Aramayo y su esposa, Vicky Morales, han montado a lo largo de 50 años. Ambos se conocieron en la década del sesenta, cuando él venía de una gira por Latinoamérica y ella trabajaba como profesora en Lima. “Nos enamoramos y nos casamos, rapidito todo”, cuenta Aramayo, sonriente.

La palabra kusi en quechua significa alegría y eso es lo que, dice, transmiten sus títeres, a pesar de que sus espectáculos se montaron en épocas difíciles, como en las duras y conflictivas décadas del setenta al noventa. A propósito, él —con el gran titiretero Felipe Rivas Mendo— fue uno de los animadores del emblemático Titeretambo, uno de los programas infantiles realizados por el Ministerio de Educación en la estatizada televisión setentera. Por aquel tiempo los esposos Aramayo ofrecían espectáculos de títeres en una cabañita de madera, ubicada en medio del parque de la Exposición. Ahí aparecía Kusi Kusi, un muñeco de pómulos salientes que vestía poncho y chullo, y que se presentaba en cada función acompañado de la inquieta y traviesa perrita Mantequilla, una mascota a la que Vicky daba vida.

Si algo convierte en universal el teatro de títeres, es su valor lúdico y educativo: “Hemos querido que nuestros personajes no solo diviertan, sino que también enseñen valores como la justicia o la moral”, cuenta Aramayo. A pesar de su edad, él sigue en la brega. Cada domingo, antes del mediodía, la función se repite como un alegre ritual en el parque de la Exposición —ahora en el sótano de La Cabaña—.

Ahí Gastón da vida a ese juego ancestral de enseñar, divertir y conmover con las manos. Eso mismo que desarrolla la compañía chilena de Feos o Molina en Tárbol: el maravilloso arte de la manipulación (o la animación).

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