James Salter o las grandes avenidas, por Jerónimo Pimentel
James Salter o las grandes avenidas, por Jerónimo Pimentel
Jerónimo Pimentel

Tuvo que ser en una FIL antigua, tal vez cuando aún se celebraba en el Jockey o en la Feria del Pacífico, no lo recuerdo. Sí tengo claro, en cambio, que no tenía plata, pues eso es más difícil de olvidar, y que para compensar los bolsillos cortos me convertí en un experto comprador de saldos y libros de viejo. 
    Me había entrenado en el arte del rebusque en Grau, Amazonas y Quilca dirigido por buenos maestros como Óscar Limache; más adelante, las ferias universitarias proveyeron el entrenamiento perfecto para identificar rarezas y descatalogados. Hallé, entre manuales escolares de ortografía de 1950 y viejas separatas de medicina natural, una bella edición de "Las encantadas" de Melville que me costó literalmente una moneda, así como la obra completa de Augusto Higa antes de "La iluminación de Katzuo Nakamatsu". Mis amigos también eran afortunados: uno encontró los "Diarios" de Orton y otro, entre Caretas antiguas y esa tirada interminable de "La regenta" de Leopoldo Alas, “Clarín”, se topó con la primera edición de "Fin desierto" de Montalbetti, aquel libro-objeto desplegable que no se comercializó y que yo, fetichista, no conseguí jamás.
    
Eran otros años: no existía Inestable, Amazon no despachaba al Perú (los escritores no se caracterizan por estar bancarizados), ni era imaginable un servicio como el que algunos ofrecen hoy a través de Facebook: catálogo en línea y pago contraentrega. Buena parte del éxito de una biblioteca personal dependía, entonces, de la pericia y el tiempo invertido en dominar el laborioso arte de escarbar. 
    
La resistencia al polvo y el tiempo libre fueron útiles. Aprendí a distinguir qué sellos comercializaba cada distribuidora para refinar las búsquedas feriales, cuáles eran los stands de saldos que, en paralelo, alquilaban las grandes editoriales para descargar su almacén, y logré incluso diferenciar a los vendedores natos de los libreros vocacionales: a los primeros se les pide descuentos y disfrutan con el regateo cuando se acerca la penosa idea de regresar el stock a casa; a los segundos se les exige recomendaciones y, una vez probado el gusto, es menester aceptar la sugerencia como si fuera un mandamiento laico (tal fue el legado de Veguita).
    
Guardo algunos hallazgos de esos años: "El adversario" de Carrère, que compré luego de que Thays lo recomendara en su ya influyente blog; "El teatro de Sabbath", de Roth, que Alfaguara puso a precio de remate junto a "La mancha humana" algún invierno de la década pasada; o los "40 relatos" de Barthelme, que compré a un monto ridículo luego de bucear entre bestsellers que faltaron a su promesa de género y guías franquistas de pesca y caza que no se leyeron jamás. 
    
Hubo un descubrimiento, sin embargo, que fue el más especial de todos: "Anochecer" de James Salter. Se trataba de un trade hermoso con guardapolvo y cintillo que dormía retractilado en un estante cualquiera por diez soles junto a las obras reunidas de Bruce Chatwin y a una curiosa colección de literatura culinaria de RBA, de la que me hice con algunos títulos solo por aprovechar la promoción (aún creo que "Los itinerarios gastronómicos del Capitán Cook" tendrán uso algún día). No tenía la menor idea de quién era Salter, pero guiado por una loa de Susan Sontag en la contraportada (“Está entre los pocos autores norteamericanos de quienes quiero leer todo”) sucumbí al impulso a pesar de la inevitable consecuencia: tres cervezas menos en El Pollo Pier. 
    
Lo que apareció entre las páginas fue un deslumbre. El primer cuento, “Am Strande von Tanger”, me hizo dudar por la opacidad del título pero las tres primeras líneas me situaron de inmediato: “Barcelona al amanecer. Los hoteles están a oscuras. Todas las grandes avenidas apuntan hacia el mar”. Nunca había disfrutado de una prosa tan sublime, de un pincel tan preciso, capaz de dibujar paisajes enteros, mujeres de las cuales es imposible no enamorarse, ciudades que no se terminan de recorrer, solo para mostrar la grandeza humilde de unos cuantos deseos y decepciones. El mundo de las emociones sugeridas estaba formado por frases sólidas pero, a diferencia de los poemas, las imágenes tenían propósito: en la narrativa de Salter cada elemento posee virtud, dirección y sobriedad. Qué difícil alcanzar ese nivel de sofisticación en el que las palabras no parecen escogidas ni las oraciones pensadas y las vidas imaginadas parecen confesiones de amigos y los secretos de alcoba se escuchan tan cerca que podrían ser nuestros.
    
A "Anochecer" siguió "Juego y distracción", una novela que encontré con dificultad (y pagué a precio regular), pero la revelación fue doble: en algunas pocas plumas el sexo podía ser erotismo. El amor físico era susceptible de ser literarizado sin caer en lo obsceno, bufo o vulgar. Yo no lo sabía.
    
A ese punto tampoco entendía dos cosas: cómo Salter carecía de la notoriedad de Carver, Cheever o Ford (cierta vez comparó la fama con un traje de lino blanco: “Darías todo en el mundo por tenerlo, pero un día alguien te lo regala y no lo usas mucho”); y cuánto demoró la industria editorial española en recuperar su obra y ponerla de nuevo en circulación. Una tercera incógnita me asalta ahora: hace unos días leí que James Salter falleció a los 90 años y me cuesta darle crédito porque desde aquí no lo parece. Lo puedo probar: “Barcelona al amanecer. Los hoteles están a oscuras. Todas las grandes avenidas apuntan al mar”. ¿Hay algo más vivo que un cuento que está siempre a punto de empezar?

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