Jonas Mekas: El cineasta joven más viejo del mundo
Jonas Mekas: El cineasta joven más viejo del mundo
Juan Carlos Fangacio

Cuando en abril pasado murió a los 106 años el portugués Manoel de Oliveira, el cine se quedó huérfano de un patriarca. ¿Quién ocuparía su lugar como el director más longevo en actividad? Años más, años menos, un nombre asoma, el de Jonas Mekas. Pero no solo se trata de que sea un nonagenario y siga filmando, sino que sus trabajos poseen una impronta para nada añeja. Al igual que el de Oliveira, el cine de Mekas se encuentra entre los más jóvenes y frescos de la actualidad.

     ¿Qué llevó a un lituano desplazado de la Segunda Guerra Mundial a convertirse en el padrino del cine de vanguardia estadounidense? Probablemente, el hecho de que su periplo entre la Europa devastada y una Nueva York en ebullición creativa no concluyera realmente. La partida tuvo lugar en 1944 y su arribo a América en 1949, pero Mekas parece nunca haber terminado de asentarse: lo suyo es la no pertenencia, el estigma del sin tierra. Escucharlo hablar en sus películas es identificar una voz que avanza lenta, a trompicones. Es el inglés del migrante, imperfecto pero sumamente cálido y empático.

     Desde que Mekas compró su primera cámara Bólex, aprovechó siempre el auge de los equipos portátiles para grabar en todo momento como si de un diario se tratara. Por eso lo que vemos es cotidianeidad pura, documentales poéticos sobre lo personal, construidos con material que utiliza y reutiliza sin agotarse. “Yo no hago películas, yo solo filmo”, ha dicho. Y lo hace con una belleza que proviene del desaliño: la cámara temblorosa, la despreocupación por el enfoque, el gusto por los destellos y la superposición de imágenes. Su montaje tiene el ritmo del parpadeo, con cortes abruptos, con música que guarda su propia cadencia. Si los manuales del audiovisual dicen que el ralentí es sinónimo de efecto emocional, él más bien opta por la imagen acelerada, aquella que la mirada capta al vuelo.

     El nonagenario Mekas es tan joven que fue uno de los primeros en abrazar la tecnología digital para trabajar (nunca fue un romántico del celuloide). Un momento mágico de su cine: cuando coge una pequeña cámara de bolsillo y comienza a grabarse mientras edita una película en la moviola. En esa simple escena, Mekas hermana lo digital y lo analógico, en vez de divorciarlos.

Poética de la vida 
Pero Jonas Mekas no es solo cineasta, sino también poeta y narrador. Tiene un libro particularmente intenso, el primero de todos: "Ningún lugar adonde ir", un diario del largo exilio que lo llevó a salir de Lituania y que escribió entre 1944 y 1955. Aunque por entonces no era un “artista” sino un mero sobreviviente, ya se perciben en ese testimonio los principales rasgos de su obra fílmica y poética. 

     Tanto el cine como la literatura de Mekas están marcados por las elipsis y los saltos, una dislocación en el discurso común que le sirve para poner a prueba su propio lenguaje. “Vomito fragmentos rotos de palabras y sintaxis de los países por los que he pasado”, asegura. Otra vez nos encontramos con el idioma imposible del extranjero, del desplazado que no logra (y tampoco quiere) adaptarse.

     Pero sí hay una diferencia entre el Mekas de las palabras y el de las imágenes. Él comienza a filmar recién después de su dolorosa huida de la guerra. Por eso todas las desgracias vividas quedan en sus textos. Por eso se entiende que en su última película, "Outtakes from the Life of a Happy Man" (2013), relacione su alegría más bien con el borrado de los recuerdos. “Esto no tiene nada que ver con la memoria. Los recuerdos se han ido, pero las imágenes están aquí y son reales”.

     Con todo lo dicho, quizá lo más admirable de Mekas sea su capacidad de reponerse a la tragedia con un trabajo inmensamente humano. En épocas en que buena parte del arte se refugia en el cinismo, él persiste en la felicidad de la simpleza (o la simpleza de la felicidad). Por supuesto que hay nostalgia en su obra, pero no es una nostalgia que se ancla, sino que zarpa hacia una actitud celebratoria de la vida. Y es bueno que sea así, porque el cine necesita directores viejos tan jóvenes como él.

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