Redacción EC

En homenaje a , compartimos 20 historias en torno a nuestro Premio Nobel, las cuales están divididas en cuatro entregas. A continuación los enlaces de los demás relatos:

Un encuentro en París

Alfredo Bryce Echenique en sesión fotográfica para El Comercio, a sus 85 años. HA publicado el volumen de cartas "Desde la hondonada".
Alfredo Bryce Echenique en sesión fotográfica para El Comercio, a sus 85 años. HA publicado el volumen de cartas "Desde la hondonada".
/ EDITORES FOTO > RICHARD HIRANO

Alfredo Bryce Echenique (escritor)

Era 1964, acababa yo de llegar a París y aún me perdía por las calles del barrio Latino. Andaba buscando un lugar donde vivir y por esos días me alojaba en un hotel de mala muerte.

Una tarde de esas, me di con la sorpresa de que en un café de la plaza Mondor –la del monumento a Danton– estaban sentados los dos Marios: Benedetti y Vargas Llosa. Al toque reconocí a Mario Vargas Llosa, de quien había sido alumno en el curso de Literatura Peruana en la Universidad de San Marcos. Lo recordaba como un profesor riguroso, que daba una cantidad de lecturas increíble. En mis años de estudiante, el profesor Vargas Llosa era prácticamente inaccesible, por la cantidad de trabajos que desempeñaba para subsistir. La imagen que entonces guardaba de él era la de un hombre apasionado por la literatura y con una capacidad impresionante para el trabajo.

Ese mismo hombre estaba sentado en un café de la plaza Mondor y, como les decía, compartía la mesa con Mario Benedetti. Yo había conocido fugazmente a Benedetti y entonces me pareció que podía acercarme a saludar. Eso hice, me presenté y fui muy bien tratado.

Me invitaron a tomar a un café con ellos. En un aparte, le hablé a Mario Vargas Llosa de mi vocación de escritor. Se emocionó y me dijo que cuando tuviese algo entre manos se lo llevase para leerlo. Pocos días después, en goce de una beca partí con destino a la ciudad de Perugia, en Italia, decidido a escribir mi primer libro, que sería una colección de cuentos.

Al volver a París, unos meses más tarde, y con la tarea cumplida, me robaron ese libro. Yo había dejado mi maleta en el asiento posterior del automóvil deportivo descapotable en que había viajado de regreso. En esa maleta estaba mi manuscrito y en el tiempo que tardé en entrar a saludar a mi novia, el ladrón hizo de las suyas: desgarró con un cuchillo la capota de tela y se robó mi maleta. Ahí se fue para siempre el manuscrito de mi primer libro.

Unos días más tarde y aún apesadumbrado visité a Mario Vargas Llosa y le conté la historia del robo. Mario se consternó muy de veras y le dieron tales sudores fríos, que parecía que le hubieran robado a él su obra completa. Impresionante cómo se le tenían que poner paños húmedos en la frente para mitigar el soponcio.

Al verlo me sentí incluso mal, muy mal y por poco hasta comprometido con el pecado, realmente. Y, sobre todo, de no sentir tanto como él que me hubieran robado el manuscrito de mi primer libro.

Como comprenderán, esta es la idea de la pasión por la literatura que me quedó para siempre de Mario. Un hombre que por entonces ya hacía una vida pública intensa, en manifestaciones contra la guerra de Vietnam, por ejemplo, en una de las cuales vi a Mario junto a Jean-Paul Sartre. Nuevamente pude ver ahí a un hombre comprometido, apasionado.

Ahora Mario nos ha dejado y me quedan los recuerdos de su amistad irreemplazable. Nos queda también su obra, su obra monumental, invalorable. Se ha marchado un buen amigo, un escritor inmenso y apasionado como pocos en esta vida.

La recompensa del guerrero solitario

Escritora peruana Fietta Jarque radica en Madrid. (Foto: Pedro Jarque Krebs).
Escritora peruana Fietta Jarque radica en Madrid. (Foto: Pedro Jarque Krebs).

Fietta Jarque (periodista y escritora)

A fines de 2014 recibí por correo el prólogo “Guerreros solitarios”, escrito por Vargas Llosa para un libro de Baldomero Pestana “Retratos peruanos”, que yo editaba. Un conjunto de retratos en blanco y negro de buena parte de los artistas, escritores e intelectuales en los años 60, todos conocidos o amigos suyos. Terminaba diciendo que ese libro “debería servir para revivir el espíritu que impregnó a un grupo de personas que luchó ferozmente por entregarse a su vocación con la generosidad desenfrenada con que uno se enamora por primera vez”. Desde muy joven fui cercana a su familia –éramos casi vecinos en Barranco- y no voy a explicar los pormenores. Solo quiero recordar un gesto que retrata su generosidad y buen humor. Le pregunté cuánto nos cobraría por ese texto y me dijo que nada. Pensé que, al menos, debería hacerle un obsequio. ¿Qué regalar a un hombre que lo tiene todo? Y pensé: unos wantanes. Me esmeré y preparé una gran bandeja con su salsa de tamarindo auténtica y se la llevé a su casa en Madrid. Días después regresé para otro asunto y lo encontré saliendo, solo y contento, con unos folders bajo el brazo. “Me voy a mis ensayos de teatro”, me dijo entusiasmado. “Todos en casa me desaniman para que no haga el ridículo como actor, pero no me importa”, añadió. ¿Y los wantanes? “Me encantaron, nos los devoramos. Cuando quieras te escribo otro texto”. Y se alejó, campante.

Caminando por el malecón

Giovanna Pollarolo, escritora, docente y guionista. (Foto: Julio Reaño/@Photo.gec).
Giovanna Pollarolo, escritora, docente y guionista. (Foto: Julio Reaño/@Photo.gec).
/ JULIO REAÑO

Giovanna Pollarolo (poeta y narradora)

Hacia diciembre, principios o mediados, aparecía su figura inconfundible en el malecón. Era verano, y parte del verano lo pasaban en Lima; él y Patricia. Desde su llegada, cada mañana, disciplinadamente y a la misma hora, recorrían el malecón: de Barranco a Miraflores. Yo no tenía, (no tengo) esa disciplinada puntualidad; pero a veces nos cruzábamos. A veces solos él y Patricia; otras, con amigos. Y siempre su sonrisa amplia, su saludo al paso, su voz alegre y entusiasta celebrando mi disciplina. Qué bien, Giovanna, cómo estás. Muy bien, gracias. Qué gusto verlos por acá otra vez. Sí, como todos los veranos. Te felicito, eres muy disciplinada. Nos seguiremos viendo. Sí, que tengan un buen día. Así fueron pasando los años, interrumpidos, la caminata y los encuentros, por la campaña presidencial en los 90 (el malecón dejó de ser ese lugar tranquilo y silencioso y los periodistas, las cámaras de televisión, policías y soldados impedían el paso) y el tiempo que le tomó reconciliarse con el Perú.

Cuando le otorgaron el Nobel, el canal 7 organizó un conversatorio virtual. Él estaba en Madrid, creo. Los peruanos invitados estábamos en el set. Recuerdo a Fernando de Szyslo, a Alonso Cueto. A cada uno, Mario les dedicó un saludo con comentario personal. Cuando tocó mi turno, dijo: “Hola, Giovanna. ¿Sigues caminando por el malecón?”.

El día que Vargas Llosa perdió su celular

Omar Zevallos Velarde (caricaturista arequiéño)

Fue en el verano del 2010. Mario Vargas Llosa estaba en Lima, como solía hacer cada año para pasar el estío en el Perú, y una noche calurosa le dijo a Patricia que lo acompañara al cine. Caminaron hacia el Centro Comercial Larcomar, a pocas cuadras de su departamento barranquino de Las Magnolias.

Al terminar la función salieron junto a la gente que siempre respetaba su espacio y pocas veces lo abordaban. Al llegar a casa, Mario se percató que no tenía su celular. Se preocupó, más que por el aparato, por la agenda que contenía aquel celular. ¿Se imaginan la cantidad de números de celebridades de la literatura y la política mundial en aquel teléfono? El escritor volvió al cine y pidió que le ayudaran a buscarlo en la sala donde estuvieron, pero nada.

Dos días después, uno de los hermanos Wong (no recuerdo si Erasmo o Efraín), tocó el timbre de su departamento para devolverle el celular que encontró en el cine. No sé cómo supo que le pertenecía al escritor. En cualquier caso, esa es otra historia. Y Mario respiró tranquilo.

Un apretón de manos simbólico

Héctor Abad Faciolince (escritor y periodista colombiano)

Siempre lamenté que el último contacto entre dos magníficos escritores, que habían sido además grandes amigos, fuera un puñetazo. A finales de enero de 2015, tanto Vargas Llosa como García Márquez estaban en Cartagena. Yo iba a hacerle una entrevista pública al peruano y una visita privada al colombiano. Con algunos familiares de los García Márquez íbamos a ir al restaurante chino preferido de Gabo, un sitio pasado de moda y poco concurrido. Se me ocurrió esto: “Mercedes”, le propuse, “si por casualidad Vargas Llosa entrara al restaurante chino, ¿te parecería bien que él se acercara a la mesa y te saludara a ti y a Gabriel e intercambiaran algunas palabras?”. Yo sabía que Mercedes se había opuesto siempre a un nuevo encuentro entre los dos. Me dijo que lo iba a pensar; lo consultó con Carmen Balcells (la agente literaria de ambos). Lo aceptó al fin. Entonces llamé a la casa de Daniel Samper Pizano, donde sabía que Vargas Llosa estaba almorzando. Le dije a Daniel que le pidiera a Mario que se pasara un momento por el chino a la hora del café. Que allí podría darse la mano con Gabo. Después supe que Mario, comprensiblemente, había preferido no ir. Según él, ya era tarde para eso. Gabo estaba perdiendo la memoria y ni siquiera lo iba a reconocer. Yo logré, sin embargo, un apretón de manos simbólico: conseguí la firma y la dedicatoria de ambos en un libro que los une: “Historia de un deicidio”.

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