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Heredera de la llamada “literatura de trenes”, propia de la popularización de los viajes sobre vías férreas en Europa y Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XIX, llamamos “literatura de avión”, a todas aquellas ficciones de consumo rápido, superficiales en esencia, y a la venta en las tiendas del aeropuerto para ser leídas durante un viaje o mientras se espera el abordaje. Librerías en todos los terminales aeroportuarios del mundo donde se repiten el mismo centenar de títulos, seleccionados por las misteriosas fuerzas del mercado. Entre estos títulos destacan las novelas históricas, de detectives, románticas, libros para niños o ilustrados “coffe tables”, el recuerdo ideal para turistas que quieran llevarse en físico los paisajes del destino visitado.

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Por cierto, es triste comprobar que solo hay una librería en el flamante . En conmovedora soledad, una sucursal de Íbero espera por viajeros lectores en el terminal de vuelos nacionales. Mientras tanto, los pasajeros que esperan un vuelo internacional no contarán con ningún punto de venta de libros disponible en un paisaje saturado de restaurantes y tiendas de artesanías.

Pero estas líneas no tienen que ver con los prejuicios contra los afortunados ‘best sellers’ ni con la pobre oferta libresca de nuestro terminal aéreo. A propósito de la oficial puesta en servicio del nuevo aeropuerto, hemos pedido a un representativo grupo de escritores limeños que compartan con nosotros relatos breves protagonizados por personajes a punto de levantar vuelo, el mismo acto de viajar es un disparador de la imaginación.

Un aeropuerto suele ser escenario de múltiples historias: desde la incertidumbre de movernos de una ciudad a otra, al paréntesis en la rutina que supone ser un pasajero “en tránsito”. Todo ello despiertan ficciones calmas o turbulentas. Aquí los autores ofrecen buenos ejemplos.

Con Gabo en el Avión, por Fernando Ampuero

En los días siguientes, el estado Evocación de una antigua lectura que no sé si califica como tema aeronáutico: “El avión de la bella durmiente”, cuento sencillo de García Márquez. A mi juicio, delicioso y muy decidor. Como los lectores recordarán, en la historia no pasa nada, salvo que al narrador, el mismo Gabo, se le instala en el asiento de al lado una mujer tan radiante y seductora como Remedios, la bella; él no tiene tiempo de dirigirle la palabra porque tan pronto ella se está acomodando le dice a la azafata que se ha tomado un somnífero y que no quiere que la despierten por nada del mundo. De manera que Gabo, resignado, se la pasará sentado en silencio, aunque con el pensamiento en trance de efervescencia, dedicado a velarle el sueño y a oír una respiración de belleza en reposo a lo largo del vuelo que los lleva a ambos de París a Nueva York. En este cuento, Gabo le rinde homenaje a una perversa nouvelle de Yasunari Kawabata, “La casa de las bellas durmientes”, cuento que igualmente recomiendo y que narra lo que acontece en un burdel para ancianos burgueses en Kyoto, donde los clientes se acuestan al lado de muchachas desnudas y narcotizadas, a quienes no pueden tocar, pero sí olisquear y contemplar mientras las ven dormidas. En suma, dos premios Nobel de alto vuelo.

Sala de embarque, por Santiago Roncagliolo

-Tienes que abrigarte más.

-En España es verano, mamá.

Mi madre resopló. Intentó acomodarse en la pequeña butaca de la sala de espera. En los últimos años, tenía más problemas de salud con su sobrepeso que yo con el clima. Pero para ella, el tiempo se había detenido en algún punto de los años ochenta.

-Ya estás como tu padre, que nunca me hace caso, y siempre acaba resfriado.

-Papá lleva muerto ocho años, mamá.

Ella sacudió la mano, como barriendo con ella mis palabras. Nuestro avión a Madrid llevaba dos horas de retraso. El vuelo duraría otras doce, y yo ya estaba agotado. Intenté cambiar de tema:

-Te va a gustar vivir en España.

-Odio España. Pero tú tienes que vivir con alguien ¿Quién te va a cuidar si no?

De hecho, yo llevaba tres parejas frustradas en ese país. Y cada vez que volvía al Perú, me enamoraba de todas las mujeres, me reía de todos los chistes y disfrutaba cada segundo. Pero ¿Quién quiere volver al Perú? Ahí solo quedaba el caos. Y mi madre. Ahora, ya ni eso.

Por los altavoces, anunciaron el embarque.

-Arriba, mamá. Por fin nos vamos.

Ella no respondió. Me costó un rato recordar que en ese asiento no había nadie. Pero ya estaban llamando a los pasajeros de mi grupo.

Otros destinos, por Mayte Mujica

Al comienzo, pensé que lo mejor que podía hacer era enamorarme de una aeromoza. Ella me explicaría, con la paciencia de una ornitóloga, la aerodinámica detrás del vuelo de los aviones y yo superaría mi fobia. Pero su naturaleza era ligera como la de un colibrí. Había cogido el trabajo porque su sueño era conocer la mayor cantidad de islas del mundo. Una vez me consiguió un pasaje en primera clase a Tahití y me prometió que esta experiencia me haría olvidar todos mis temores, me habló del menú preparado por un chef con estrella Michelin, de las películas y del champagne. Fue inútil. Hubo una turbulencia de mierda y suspendieron el servicio. La relación duró lo mismo que las vacaciones: descubrió que también odio la playa.

Volar con Celia Cruz, por Gustavo Rodríguez

Es mi primer viaje en avión fuera del país y debo hacer una escala en Miami.

Algo intranquilo, tratando de encontrarle sentido a la señalética y a los flujos que produce, por fin encuentro la sala donde debo esperar mi próximo vuelo.

Como está aislada y vacía, dudo. Camino, pregunto y confirmo. Me siento y saco un libro.

Al rato llega una pareja que se acomoda a unos metros de mí. Vuelvo a dudar: ¿son Celia Cruz y Pedro Knight? Lo son. ¿Cómo me acerco? ¿Qué les digo?

Permanecí una hora cerca de ellos, pero no me atreví a hablarles. Muchos años después, cuando el pelo ya se me había caído, y en otro aeropuerto un gringo que meaba a mi lado me preguntó si era Stanley Tucci, me pregunté por qué no nací yo con un poquito de esa conchudez.

Fuera de este mundo, por Renato Cisneros

Adoro volar porque disfruto no tener los pies en la tierra. Me gusta hacerlo en familia, pero el placer se duplica si me toca volar solo. Y si el vuelo es intercontinental, mejor todavía, porque al fin puedo entregarme a las aficiones que descuido a diario por razones de paternidad. Puedo leer sin interrupciones. Puedo escribir en mi libreta como si fuera un diario. Puedo ver los taquillazos cinematográficos que me perdí en los meses pasados. Puedo dormir más de cuatro horas continuas, sabiendo que no tendré que levantarme de golpe a preparar un biberón. Puedo vivir diez, doce horas sin Internet, liberado por fin de las redes sociales, y no experimentar síndrome de abstinencia alguno. Puedo purgar el álbum de fotos y videos del teléfono. La sensación de plenitud alcanzada es tal que luego encuentro sabroso el menú, confortables los baños, y sinceras las sonrisas de las sobrecargo. El encantamiento termina cuando veo en la pantalla que el avión en miniatura está cerca de culminar su recorrido. Entonces el capitán proporciona la hora e información climatológica de la ciudad-destino, e invita al auditorio a volar muy pronto en la misma línea aérea. La nave se estrella contra la realidad y se produce un accidente del que ningún pasajero saldrá indemne.