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Panorama del microrrelato peruano - 1
Redacción EC

Óscar Gallegos Santiago

En nuestra tradición literaria, es posible rastrear formas narrativas breves en las crónicas, incluso en los artículos de costumbres, pero fue en el siglo XX, con el advenimiento de la narrativa moderna, que se gestó el proceso de formación del microrrelato. Con respecto a los orígenes, podemos citar principalmente a tres precursores. El primero, proveniente de la tradición oral, es Adolfo Vienrich (1867-1908), quien en 1905 publicó “Azucenas quechuas”, en cuyo anexo (“Fábulas quechuas”) recopiló una serie de fábulas cortísimas. El segundo es César Vallejo (1892-1938), quien también practicó la minificción en “Contra el secreto profesional”, escrito entre 1923 y 1929 pero recién publicado en 1973. En este libro, además de pensamientos y reflexiones, se incluyen brevísimas narraciones o gérmenes de relatos en la senda de la experimentación vanguardista. Con ello se adelantó a los clásicos del género, como Borges, Arreola o el mismo Monterroso. Otro caso destacable es Ricardo Palma con sus “Tradiciones en salsa verde”, publicado también en 1973, pero cuyo manuscrito circuló clandestinamente en 1901. Este librito, que contiene 18 microrrelatos llenos de humor y desenfado, y que además se alimenta de la tradición oral popular, puede ser también considerado, junto con el de Vienrich y el de Vallejo, uno de los pioneros del microcuento peruano e hispanoamericano.

El hito clave en este proceso se dio a mediados del siglo XX con la Generación del 50. Este grupo de escritores fue capaz de crear un corpus significativo en calidad y cantidad no solo de cuentos y novelas, sino también de microrrelatos. De ellos, Luis Loayza fue quien primero publicó un libro (exclusivo) de microrrelatos modernos en el Perú, “El avaro” (1955). Con este creemos que comienza un proceso diferente al anterior: la constitución genérica del microrrelato. Esto porque a la obra de Loayza le sucede un conjunto de libros dedicados al género: “El arca” (1956), de Óscar Acosta; “Cuentos sociales de ciencia ficción” (1976), de Juan Rivera Saavedra; y “Dichos de Luder” (1989), de Julio Ramón Ribeyro.

También salieron a la luz otros libros, pero predominaron “Escoba al revés” (1960), de Carlos Mino Jolay; “Isla de otoño y fábulas” (1966), de Manuel Velásquez Rojas; “Monólogo desde las tinieblas” (1975), de Antonio Gálvez Ronceros; y “Animalia y otros relatos” (1986), de Luis León Herrera.

Además aparecen libros de minificción (no narrativa), aunque en ellos no prevalezca el microrrelato propiamente dicho: “Ocaso de sirenas” (1950), de José Durand; “Sinlogismo” (1955), de Luis Felipe Angell (Sofocleto); y “Prosas apátridas” (1975), de Ribeyro. También hay autores que practicaron esporádicamente el microrrelato, como Sebastián Salazar Bondy, Manuel Mejía Valera, Felipe Buendía, Sara María Larrabure, Alfonso La Torre o Raquel Jodorowsky.

(Archivo El Comercio)

Esta valoración y conformación genérica del microrrelato en esa época (aunque no con ese nombre) se explica por diversos factores, principalmente dos. En primer lugar, se debió a la segunda modernización de la narrativa peruana, que se dio durante la década del cincuenta y que siguió a la primera de principios del siglo XX con Vallejo y Martín Adán. Como se renovaron las técnicas y las estructuras narrativas (con influencias de Joyce, Kafka, Faulkner), los miembros de la Generación del 50 pudieron distanciarse de la narrativa tradicional (indigenismo). En segundo lugar, tuvieron un papel clave las revistas que apostaron por los relatos breves, como Letras Peruanas y Cultura Peruana, y también los diarios como El Comercio, La Prensa y La Crónica. El primero, a través de El Dominical (desde 1953), sería crucial, no solo en la difusión de microrrelatos internacionales, como los de Kafka, Arreola o Borges, sino también por el espacio que se dio a los jóvenes narradores peruanos de la época, como Ribeyro, Gálvez Ronceros, León Herrera o Sofocleto, que tuvieron vocación especial por la estética de la brevedad. Por ejemplo, es destacable para la historia de la minificción que este último escritor haya publicado semanalmente durante cuatro años (1954-57) la columna “Sinlogismos” (minificciones, algunas narrativas) en este suplemento. Esto le servirá para luego publicar una serie de obras con ese nombre —la primera de 1955—, que superan ampliamente en cantidad y quizá en calidad a los hiperbreves más clásicos del género.

El proceso de formación del microrrelato se consolida actualmente mediante la aparición de las primeras revistas dedicadas a la minificción, que aparecen en el 2008 y 2009 —Plesiosaurio y Fix100, respectivamente—; las primeras antologías —“Breves, brevísimos”, de Giovanna Minardi (2006); “Colección minúscula”, de Ricardo Sumalavia ( 2007); “Circo de pulgas”, de Rony Vásquez (2012)—; el primer estudio sistemático de este género “El microrrelato peruano. Teoría e historia” (2015), de Óscar Gallegos; la aparición de la editorial Micrópolis; además de los diversos eventos —jornadas, coloquios, talleres y concursos realizados en nuestro país—, como el I Concurso Nacional de Microficción ‘Historias Mínimas’, organizado hace poco por este suplemento.

El microrrelato es un género que ha llamado la atención de especialistas en el campo de la educación, la sociología, las comunicaciones y la historia cultural. Y ha generado una polémica, pues hay quienes lo acusan de ser heredero de la crisis de la representación del arte posmoderno, que es heredero, a su vez, de las vanguardias; en cambio, hay quienes lo celebran como el género emblemático del siglo XXI.

En todo caso, el microrrelato es un fenómeno digno de estudiar porque de algún modo es el síntoma de estos nuevos tiempos.

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